Suena el teléfono. Esther baja el volumen del televisor y se apresura a contestar:
Esther: –Cira, ¡qué bueno que llamaste! Me tenías preocupada. Marqué varias veces a tu casa y no contestaste, se me hizo raro porque me has dicho que en la tarde no sales.
Cira: –Fui a Federal antes de que cerraran. Va a ser el cumpleaños de mi sobrina Marlene y quise mandarle un regalito. Espero que le guste.
Esther: –Te oigo rara. ¿Qué te pasa?
Cira: –Estoy nerviosa por algo que me sucedió.
Esther: –¿Por qué? ¿Fue grave?
Cira: –No sé cómo explicártelo.
Esther: –Como sea, pero dímelo para que no imagine lo peor. (Ante el silencio de su amiga.) ¿Me escuchaste?
Cira: –Sí, claro. (Breve pausa.) Después de comer fui a buscar el regalo. Lo compré y cuando quise salir no pude encontrar la puerta.
Esther: –Te distrajiste; eso fue todo. No le des tanta importancia.
Cira: –Fue mucho más que eso. Pasé no sé cuánto tiempo dando vueltas y vueltas por todas partes y con una sensación molesta de que alguien me veía.
No sé por qué, pero me vi como una mosca atrapada en un frasco.
Esther: –Oye, ¡qué comparaciones!
Cira: –Es que así me sentí, te lo juro. Me puse muy mal. Temblaba, casi lloré. Una empleada se dio cuenta y se acercó a preguntarme qué buscaba. Se lo dije y muy amable me explicó que pasando la sección de vinos estaba la salida a la calle Olivos, y del otro lado, junto al departamento de caballeros, la que da a la avenida Poniente. No pude contestarle y mejor le pedí prestado el teléfono de la tienda para llamar al sitio de taxis. La pobre tuvo que subir hasta no sé dónde para obtener la autorización de su jefe, y en eso se tardó como diez minutos.
Esther: –Eso no habría sucedido si me hicieras caso cuando te aconsejo que te compres un celular.
Cira: –Sí, voy a pensarlo. Luego, ahorita lo que quiero es que me digas qué opinas de lo que me sucedió.
Esther: –Que no fue para tanto. Vivimos estresados, con prisa, con temor, llenos de números y de contraseñas, ¿cómo no quieres que se te olviden las cosas?
Cira:–Lo dices para tranquilizarme, pero sabes muy bien que a mi edad muchas personas empiezan a padecer demencia senil.
Esther: –Ay, por Dios, déjate de tonterías y ponte a hacer algo… No, ¿sabes qué? Espérame, voy a verte. Llego en quince minutos y por favor deja de darle vueltas a algo que no es importante. Sólo tuviste un olvido.
Cira: –Que me trajo un horrible recuerdo.
II
Las amigas se encuentran, una frente a la otra, en una sala ordenada y penumbrosa.
Cira: –¿Se te antoja un café?
Esther: –Lo que quiero es que hables, que me digas…
Cira: –Cuando escucho que alguien recuerda con alegría sus días de escuela, siento envidia.
Esther: –¿Los pasaste mal?
Cira: --No, al contrario. La escuela ocupaba una casa antigua, ya muy deteriorada, dividida en dos cuerpos. Uno para los salones y el auditorio; otro para la dirección, el cuarto de maestros y la biblioteca: en realidad era más bien un almacén adonde iban a parar útiles desechados, pizarrones viejos, muebles rotos, mapas y cosas así. En el centro, lo recuerdo muy bien, había una vitrina con un esqueleto dentro.
Esther: –Y eso, ¿por qué o para qué?
Cira: –Según Brígida, la conserje, había sido del hijo de la directora. Estudiaba medicina cuando falleció en un accidente y la maestra Irene lo conservaba como un recuerdo… (Se mesa el cabello.) Ay, no sé por qué te cuento algo que sucedió hace tanto tiempo.
Esther: –Si lo recuerdas es por algo, entonces, sigue.
Cira: –Es increíble cómo suceden las cosas.
En la escuela se hacían, a mitad del año, concursos de oratoria. Irma, mi mejor amiga, siempre sacaba el primer lugar, pero esa vez lo gané yo. Fue algo muy bonito, sólo que mi amiga ya no fue la misma: me hablaba menos, si le decía algo fingía no oírme. Al fin le pregunté si estaba disgustada conmigo por haberle ganado y me dijo que al contrario.
Esther: –¿Y le creíste?
Cira: –Pues claro, si nos llevábamos muy bien y lo hacíamos todo juntas. Un viernes la maestra Sara nos ordenó que lleváramos a la biblioteca unos cuantos libros que alguien había donado a la escuela. Entre risas y platicando acomodamos los libros y de pronto ella abrió la vitrina y se metió. Me pareció algo espantoso, pero sólo me quedé mirándola, sin entender por qué lo hacía.
Esther: –¿Te lo dijo?
Cira: –No, pero al salir me preguntó si era capaz de hacer lo mismo y yo, que deseaba mostrarme a su altura, acepté. La impresión de sentir el esqueleto casi encima de mí me produjo tanto horror que me oriné del susto. Ella hizo un gesto de asco y después, mientras yo limpiaba la vitrina con el suéter de mi uniforme, sonriendo, me veía; sólo eso, me veía. Cuando quise salir de la vitrina no encontraba cómo salir. Me puse a golpear los vidrios y a pedirle ayuda, pero ella permaneció inmóvil hasta que se fue. Hoy, en la tienda, recordé cada instante de aquel momento horrible y volví a sentirme como una mosca atrapada dentro de un frasco.