El sexto ciclo del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ha llegado al final de su recorrido, al que ha puesto la guinda con un informe de síntesis. El resumen son 36 páginas que condensan el destilado del saber científico sobre la emergencia climática, a veces escondido bajo una tortuosa retórica, fruto de la diplomacia requerida para que los gobiernos aprueben el documento. Conviene recordarlo, no es un informe científico más, es uno hecho por especialistas al que los gobiernos dan su visto bueno. Los compromete. Cada palabra pesa una tonelada en ese texto.
Por fortuna, han tenido a bien acompañarlo con varios elementos gráficos. Hay dos que, combinados, impactan sobremanera. El primero nos coloca en el presente, en el cual el calentamiento global es del entorno de 1.1° C respecto a la media entre los años 1850-1900, y en él ubica el nacimiento de un bebé. A partir de ahí, desarrolla cinco cronologías posibles, cinco escenarios, y nos señala el punto en que esa criatura nacida en 2020 cumplirá 70 años. Los cinco escenarios arrojan vidas radicalmente diferentes para esa persona en 2090.
En los dos peores contextos, llegará a la madurez en un mundo unos cuatro grados más cálido que el actual, una barbaridad que transformaría completamente la trama de la vida sobre la faz de la Tierra. El tercer marco dibuja un panorama menos apocalíptico, con un alza de tres grados, pero igualmente disruptivo. Los dos últimos presentan niveles de calentamiento próximos a los actuales. No sería inocuo, pero la vida podría seguir siendo algo reconocible.
El punto de bifurcación de esos cinco itinerarios que van a marcar la vida del recién nacido es el presente. La virtud del gráfico es plasmar en una sencilla imagen la idea de que lo que hagamos aquí y ahora es lo que va a determinar la vida de nuestros hijos o nietos. Nosotros vamos a elegir, no ellos.
El segundo gráfico nos indica que, si seguimos con las actuales emisiones, es decir, si nada cambia y no aumentan las emisiones –lo cual ya sería mucho, visto el camino que transitamos–, nos plantaremos en una subida de unos 3.2° C a final de siglo. Somos unos antepasados horrorosos.
¿Qué hacer? En foros como los del IPCC, la palabra decrecimiento está vetada. Probablemente con razón. Andreu Escrivà, autor del libro Contra la sostenibilidad, dice que es un término genial para explicar a nivel teórico qué necesitamos, pero resulta nefasta para comunicarlo. Genera anticuerpos, la mente se nos va al retroceso y la recesión, a la pérdida de derechos y bienestar. También carga contra la sostenibilidad, palabra hueca que significa todo y, por eso, ya no significa nada. Es una brújula que marca el norte en todas las direcciones, añade. Lejos de impugnar un sistema insostenible, trata de sostenerlo.
Escrivà busca una palabra-brújula. El IPCC puede que le haya echado una mano incorporando un concepto al que conviene seguir la pista: suficiencia. El informe lo define como el compendio de “medidas y prácticas cotidianas que evitan la demanda de energía, materiales, tierra y agua y, al mismo tiempo, proporcionan bienestar humano para todos dentro de los límites planetarios”.
Una vida suficiente puede ser una buena guía. Una vida que tenga lo suficiente para considerarse buena, digna y decente, sin lastrar con ello el derecho a esa misma vida a aquellos que vendrán detrás.
Los más no tienen una vida suficiente en la actualidad. Los menos viven una vida excesiva en términos de consumo energético y de materiales. Toda lucha contra el cambio climático tiene que tener esto en cuenta. Timothée Parrique lo hace de forma muy comprensible, al hablar de umbral de saciedad o de saturación. El propio IPCC, en anteriores informes, reconoció que “más allá de un umbral, el aumento del consumo material no está estrechamente correlacionado con mejoras en el progreso humano”. Se llama paradoja de Easterlin, y Parrique la explica con palabras sencillas, que es lo más complicado: si necesito ir a casa de mi tía y me dan una bici, estaré encantado. Si al mes me regalan otra, me pondré contento, porque quizás una me sirva para el asfalto y otra para el barro, pero si pusiesen en mis manos otras ocho bicicletas, ni mi felicidad ni mi bienestar aumentarían un milímetro. Más bien al contrario, tendría un quebradero de cabeza para lograr un lugar donde guardar tantas.
Ese límite a partir del cual un mayor consumo no implica un mayor bienestar marca el camino de una transición climática justa e igualitaria. Millones de personas, sobre todo en el Sur global, pero también en el cada vez más desigual Norte, deben seguir aumentando su consumo de energía y materiales para alcanzar ese umbral, para vivir una vida decente, suficiente. Para ello, y para garantizar que también puedan hacerlo las generaciones futuras, los más ricos –la élite contaminante, en palabras de Dario Kenner–, deben reducir su consumo de forma drástica e inminente. Obligarlos a hacerlo sería ser un buen antepasado.