Seis mujeres jóvenes fueron asesinadas en Guanajuato. Los cuerpos de cinco ya fueron identificados, a pesar de la infame destrucción que se les impuso. Una más resta por aparecer, pero se presume similar muerte a manos de los mismos criminales. Es un caso que se suma a muchos otros que no quisiera enumerar y menos recordar. Lo cierto es que este tétrico ejemplo se repite en ese mismo estado y varios otros lugares de la República. Difícil dar a cualquier sociedad el título de “sana” si dentro de ella suceden casos parecidos o aún peores. Imaginar los dolores causados a las sacrificadas, a sus familiares y amigos o al cuerpo completo de la nación es una tarea que debemos imponernos, aunque sea aberrante.
Es preciso decir que, ahora, la política contra el crimen seguida por la actual administración está dando resultados. Poco a poco han ido disminuyendo los delitos graves. Y han disminuido desde el mero inicio de este gobierno. Eso no deja de reconocerse aquí. La crítica opositora insiste en documentar el excesivo número de muertes y demás crímenes notables. Y es, también, de reconocerse. Pero hay que precisar, de inmediato, que ese tétrico número obedece, en mucho, a la terrible herencia pasada. Este macabro proceso que nos aflige no partió de cero. Si así hubiera sido sería entonces del todo condenable. Pero la incidencia que hubo al finalizar el sexenio pasado (2012-18) fue desmesurada. A partir de esas cumbres delictivas es de donde se debe de examinar, si se desea emitir un juicio ponderado, funcional y justo.
Dicho lo anterior es indispensable que, en estos casos que involucran a jóvenes mujeres, por completo ajenas y fuera de alguna culpa, se actúe con rapidez y eficacia. Los criminales deben recibir algún tipo de castigo ejemplar. Los datos que ahora se poseen apuntan con claridad hacia dos de esos maleantes. En el crimen, como en la política, las coincidencias son improbables. Actuar tal y como se hizo en el caso de los menonitas del norte. Habrá que buscar la manera de infligir a estos gandules un daño considerable, ya sea a sus finanzas, bienes o en sus personas, (capturarlos y llevarlos ante la justicia). A los dirigentes perseguirlos con constante empeño hasta rayar, si se acepta el término, a la invencible determinación. No se puede dejar en el olvido este tipo de homicidios. Las mujeres de todo el mundo protestan, cada vez con más furia, ante lo que consideran su íntima seguridad. No pueden seguir viviendo tranquilas y, menos aún, desarrollarse, si se repiten casos como los aquí comentados.
No pueden usarse datos de conducta, edad, profesión o usanza regional, que menosprecien a esas mujeres en plena juventud. Degradarlas hasta aceptar como sujetos justificables de morir a manos de maleantes. Son demasiados los casos de francos feminicidios en Celaya y alrededores, catalogados como simples homicidios: una acuciosa revisión de expedientes, para su reclasificación, es imperiosa. A los perpetradores de tan reprobables asesinatos hay que tratarlos en grupos (pandillas) y no sólo como individuos ante la ley. Bien se sabe que son dos o tres cárteles los autores de tan deleznables actos. La degradación de los sujetos que los integran debe, a su vez, llamar la atención por su inhumanidad, o lo poco de esa característica que todavía les quede. Los feminicidios, según la estadística presentada cada mes por las autoridades, han ido disminuyendo, aunque su declive ha sido lento. Precipitar su control y atisbar el momento de su desaparición, al menos en esta forma tan violenta de suceder, es indispensable.
Como otro asunto trascendente, es urgente aliviar y terminar lo más pronto posible los casos de niños y niñas, en regiones apartadas, la mayoría indígenas, que se educan a la intemperie de climas calientes. Sin salones, sin los mínimos utensilios y equipos. Con clases conjuntas sin distinción de edades y cursos mezclados bajo conducción de un solo maestro. Esto es casi imposible de entender en un país que cuenta con los recursos de México. Más todavía inexplicable para un gobierno que se piensa comprometido con los que menos tienen. No hay excusa válida para dejar de proteger a esta niñez, ahora en completo desamparo y dotarlos del instrumento ideal para su completo desarrollo. Hay que exigir a la Secretaría de Educación, ahora dirigida por maestros, que sean solidarios y zanjen, para bien y lo antes posible, esta triste miseria que es por demás humillante.