Habría que conseguir que esas máquinas danzaran, tropezaran.
Habría que provocar que una súbita tormenta las alcanzase de pronto bajo la gentil protección de un majestuoso roble.
Habría que lograr que habitaran, en una tarde de invierno, la prematura primavera que sale al paso de los hombres en los senderos, bajo las augustas hileras de álamos.
Habría que hacer perfectible su tendencia al fracaso, a la frustración, al odio por uno mismo.
Habría que provocar en ellas el deseo de no ser lo que son, o el espanto súbito de ser lo que en realidad ignoran de sí mismas; hacer que experimentasen la desdicha sin motivo, el acierto sin pericia, el encuentro sin búsqueda.
Habría que procurar que la calidad de su pensamiento dependiese de su cercanía a la tierra que las vio nacer.
Habría que dotarlas de un ideal, de la chispa que enciende el deseo de ser más unido a la clara conciencia de ser menos o nada; hacer que en sus entrañas de silicio latiera la ensoñación, el delirio, la visión imborrable de un destello de vida en el ojo amado.
Habría que lograr que esas tontas cajas de electrodos soportaran la angustia de estar solas en un mundo indiferente al dolor.
Y en esa lucidez hacer nacer de su interior el orgullo de ser inexplicables.