Ciudad de México. Las máscaras que nos ponemos son nuestros verdaderos rostros. No esas superficies encarnadas con las que nacemos como consecuencia de un accidente genético, sino todas las formas que elegimos para mostrarnos. Una práctica universal que incluye las cubiertas ceremoniales, carnavalescas, teatrales, de lucha libre o, incluso, los piercings, tatuajes e implantes, explica el sociólogo Armando Bartra, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), coordinador de La Jornada del Campo y especialista en historieta popular mexicana.
“No es algo exclusivo de los mexicanos, no podemos decir que somos más propensos a enmascararnos que en otras culturas”, aclara.
“Esa forma de ocultarse para mostrarse creo que ha existido en todas las sociedades en la historia; me refiero a usar la máscara como un modo de ser aquello que se quiere ser, de actuar aquello que se necesita actuar.”
Sin embargo, en nuestro imaginario social se suceden múltiples caretas que se han elevado a la categoría de símbolos.
Personaje de profundidad mitológica
La de Santo, por ejemplo, es la máscara por excelencia en la cultura popular mexicana del siglo XX. No es sólo un luchador enmascarado, sino un símbolo representado en una máscara; esta condición es la que da profundidad mitológica al personaje de plata, sostiene Bartra.
En entrevista, Armando Bartra explica que enmascararse no es una práctica exclusiva de los mexicanos. “No somos más propensos a hacerlo que en otras culturas”, aclara. Sin embargo, sí reconoce que en nuestro imaginario social las caretas se han elevado a la categoría de símbolos. Por ejemplo, la del ¿Santo’, “que representa a “este mundo de apariencias en el que vivimos”. En las imágenes se observa mercancía que se oferta afuera de la Arena México. Foto Pablo Ramos.
Detrás de una máscara no hay absolutamente nada, sólo un vacío que hace que en la cubierta esté el verdadero significado de la realidad. Del mismo modo, añade, que el pasamontañas, la pipa y la gorra son el subcomandante Marcos y no Sebastián Guillén.
“Lo que se oculta detrás de ese pasamontañas puede ser una superficialidad política que sólo interesa a la policía”, apunta.
El símbolo de Santo trascendió al hombre que se enfundaba la capucha plateada y que se ganaba la vida a punta de costalazos. En cierto modo –plantea– Rodolfo Guzmán Huerta sólo fue un accidente, un portador del mito, porque la verdadera esencia era la máscara en sí.
“La jeta con la que nacemos es una fatalidad biológica, un destino genético que no elegimos. En cambio, las máscaras que nos ponemos todos los días para salir a la calle son elegidas por nosotros, son obras de libertad que diseñamos y confeccionamos, son nuestro verdadero rostro en la medida en que nosotros lo inventamos”, de ahí su encanto y su poder de seducción, opina Bartra, quien ya desenmascarado exclama:
“¡Mueran las fotos de ovalito! ¡Vivan los antifaces, las caretas, los tatuajes, los piercings, las prótesis, los maquillajes! Hagamos como Rodolfo Guzmán e inventemos nuestro rostro, hagamos nuestra máscara, porque esta es nuestra única realidad.”
Foto Pablo Ramos
En pandemia, enigmas tras el cubrebocas
Esta idea de cubrirnos la cara para actuar en público tiene otro sentido en esta época. La pandemia del coronavirus nos empujó a experimentar a todos ese vértigo del anonimato. Los rostros ocultos tras un cubrebocas se volvió la forma higiénica y simbólica de mostrarse en la vida diaria. Pasamos de ser las caras anónimas de todos los días a ser unos enigmas que simbolizaban el miedo de la humanidad.
“Ese cubrebocas se convirtió en el verdadero rostro de la humanidad. El miedo a la muerte por el virus que se manifestó en la cara oculta de todos”, comenta Bartra.
–En esta era, entonces, ¿qué significados adquiere un héroe enmascarado como Santo? ¿Tiene algún sentido?
–No quisiera decir que Santo sigue correspondiendo a la visión del héroe puro y justiciero en el que todavía creíamos en los años 50, 60 y hasta en los 70; no, vivimos en un mundo de máscaras, y mientras éstas sigan siendo la única forma de vernos las caras mutuamente la imagen del Santo se mantiene como un emblema válido, lo mismo que los pasamontañas zapatistas, y –ni modo– como las máscaras de los políticos, y como otras formas de revelarse ocultando.
“Tenemos al Santo tan presente en nuestro imaginario colectivo, precisamente porque es el símbolo de este mundo de apariencias en el que vivimos; no es que no importe lo que está detrás, sino que no estamos muy seguros de que haya algo.”