Tal vez como nunca antes, el corazón de México, su centro político, el Zócalo, enmudeció con un silencio ensordecedor que caló en la historia el nombre de La Jornada y de su fundador principal: Carlos Payán.
La convocatoria salió por las bocinas instaladas en toda la plancha de la plaza mayor del país, y con un profundo respeto la gente de aquí y allá, los 100 mil o el medio millón, más o menos, parecían detener hasta la respiración para que su cuerpo no emitiera ni el más mínimo sonido.
Todo quedó en silencio; la lluvia, que a eso de las 14:30 buscó disuadir de abandonar la plaza a quienes refrendaron la histórica expropiación petrolera, aún no secaba ni surtía efecto.
Los que ya llenaban el Zócalo no imaginaban que serían parte de una historia única: el duelo por la pérdida de un mexicano enorme, ni tampoco que el nombre de un diario, La Jornada, se identificara como el más cercano a ellos.
Tal vez algunos de los que homenajeaban la expropiación petrolera, el acto central, no supieran de Payán o de La Jornada, pero seguramente esos nombres ahora serán parte de su cotidianidad, de la memoria que no se repite ni se entierra entre los otros sucesos de la vida.
Por eso Payán no se va. Hace algún tiempo se le dejó de ver en las mesas de café, en los foros de discusión política o frente al atril diciendo algún poema, pero todos sabíamos que estaba ahí, igual que ahora, con la sonrisa traviesa y la voz profunda.
No hace mucho, ¿o sí? –la pandemia pervirtió todos los tiempos–, nos encontramos para gozar de la comida yucateca. Un taco cachondo y una torta de cochinita, eso y el agua de horchata para saciar el antojo. No hablamos de política, cosa normal en aquellos desayunos que preparaba Pinita, el ama de la cocina de su casa, ni tampoco de la fundación de La Jornada, que también era tema, pero hablamos de las otras delicias yucatecas, de los amigos y del camino que cada quien escogió después de aquellos inicios.
No volvimos a salir, pero yo sabía que estaba ahí, listo para lanzar el consejo en el momento de angustia, armado siempre de una anécdota arrancada de su vida, de ese inmenso camino que recorrió entre amores y luchas políticas, entre los quehaceres del periódico y el dolor de los poemas.
El Zócalo calló para siempre en un minuto de silencio.
Ahora todos saben quién es Carlos Payán, el nombre que silenció al corazón político de México, y de La Jornada, que él puso en manos de Carmen Lira desde hace más de dos décadas
De pasadita
Aquí les dejo la imagen de ese sábado 18 de marzo que no se olvida.