Se había convertido ya en un ritornelo, en un estribillo (repetición del fragmento de una obra). Cada vez que Carlos Payán y yo teníamos un encuentro, en cualquier momento de la conversa alguno de los dos sacaba a relucir un tema que a ambos nos intrigaba: ¿Y cómo fue que nosotros nos conocimos? Las respuestas nunca solían coincidir. “Nos presentó Monsi un día en el café de la vieja Facultad de Filosofía, donde conversaba con José Emilio”, aventuré esta vez yo. “No –intervino el entrañable gordo Saldaña–, fueron las hermanitas Galindo, lo recuerdo bien, porque yo estaba en otra mesa con Hiriart. Tú no te recuerdas, Ortiz, por estarle viendo las piernas a Malena”. Payán sonrió socarronamente y dijo: “pues entonces por eso yo tampoco me acuerdo”.
Así sucedió toda la vida, aunque con el tiempo la relación fue cobrando más afecto y confianza gracias –seguramente– a que mi amigo tuvo la suerte de convencer a una inteligentísima y bella doncella, de que el apellido Stoupignan era mucho más difícil de escribir, recordar y pronunciar que su abreviatura (y versión al español nacional): Payán. Así nació Cristina Payán, educadora, maestra, creadora de escuelas, de museos, promotora del arte y de toda expresión cultural y de bellísimos collares (de los que no sólo fui el primer adquirente sino también su más fiel publicista). Por eso aplaudí cuando otra excepcional Cristina (Pacheco), escribió: “Cristina ensartaba en sus collares cuentas, sueños, deseos, historias, fantasías y realidades. Ella nos legó a un grupo de mujeres ese símbolo soñar y hacer cosas”.
Un día recibí un recado de Payán pidiéndome que lo visitara en su oficina, pues quería pedirme un favor muy especial. Me apersoné de inmediato y él, de inmediato también, me trató su asunto. “En el gobierno hay mucha gente que no sólo nos escamotea todo el apoyo profesional al que tenemos derecho, sino que trata de hacer que el Presidente tome la increíble decisión de ahogarnos, de hacer totalmente insostenible la empresa que nos hemos echado a cuestas.
“Siento que la sombra del periódico Excélsior está sobre nuestra cabeza. En un reporte que le hicieron llegar al licenciado De la Madrid, le muestran que dentro de nuestros colaboradores no hay uno solo que apoye y defienda las políticas gubernamentales, que este diario es abiertamente un crítico irracional, enfermizo y le recuerdan permanente la expresión lópezportillista: ‘no pago para que me peguen’. Nosotros, siguió explicando Carlos, no vamos a caer en la provocación. Nuestra protesta y pública denuncia se llevará a cabo cuando no haya otra salida, en el límite en el que no formularla representaría una claudicación a los principios que fundamentan este esfuerzo colectivo.” Estuve a punto de aplaudir, pero no estaba el horno para brownies… Aquí me atreví a interrumpir la perorata y exclamé: Aunque estoy de acuerdo en muchas de tus afirmaciones, lo que no entiendo es qué Stradivarius toco yo en esta serenata.
“Consígueme tres miembros distinguidos del PRI que acepten escribir en nuestras páginas. Está por demás decirte la absoluta libertad de expresión y el respeto total a sus ideas y convicciones que normará nuestra relación. Ahora, sí hay unas mínimas condiciones, a saber: un reconocimiento público de vida honorable (no antecedentes penales, obviamente). Reconocimiento profesional o académico en los asuntos que vaya a tratar y comportamiento civilizado en toda controversia o polémica que pueda suscitarse.” Sólo pregunte: ¿Y dónde voy a estacionar la linterna gigante para encontrar a ese hombre? –¿La linterna? –repitió. De inmediato entendió mi elemental referencia a Diógenes. Movió impaciente la cabeza y sólo dijo: “espero pronto tu llamada”.
Pueden creerlo o no, pero esa misma noche, no entre burbujas, pero sí colchonetas, comencé a musitar y luego casi gritar ¡Eureka, Eureka! Que como todo mundo sabe, significa: ¡Lo he encontrado! Todavía no era medio día cuando me presenté en la dirección del diario, puse un currículo sobre el escritorio del director y ufano exclamé: ¡ Ecce homo! (véase Evangelio de San Juan 19.5. Allí se relata que Poncio Pilato presentó a Jesús y pronunció estas palabras). Unos días después nos reunimos Payán y yo con Horacio Labastida, ex rector de la Universidad de Puebla, quien se convirtió en colaborador permanente del periódico, hasta el día de su fallecimiento. Tanto, que su última colaboración se publicó de manera póstuma.
Me faltan otros momentos payanescos que traspasan lo personal y que por eso ya los iremos platicando. Por lo pronto tan sólo una idea: Afortunadamente hasta los poetas, tan acostumbrados a develarnos la verdad íntima de la vida, se equivocan, y entre “los de entonces”, hay algunos que al final de sus vidas terminan “siendo los mismos.” Al respecto, Payán nos dejó un simple recado: “sí se puede”.