¿Coincidencia? ¿Serendipia? ¿Destino musical manifiesto?
Hace apenas unas semanas acudí, con cierta culpa de por medio, a una pila así de grande de devedés pendientes de revisar que reposan sobre mi añejo reproductor de videocassettes veacheeses. Elegí para esa noche un muy interesante documental de Olivier Mille titulado Olivier Messiaen: La liturgia de cristal. A través del uso de herramientas narrativas convencionales, pero bien asumidas, Mille logra en su película un retrato redondo y completo de quien es sin duda uno de los personajes musicales más interesantes del siglo XX. Sus palabras, su música, las palabras de sus pares, colegas y discípulos, convergen en una imagen de Messiaen que, en este caso, no es impropio calificar de caleidoscópica, considerando la atención fundamental y muy refinada que el compositor dio al color en sus obras. Junto con este elemento, sobresalen en el filme de Mille otras facetas importantes de Messiaen, tanto en el ámbito personal como en su trabajo creativo. Surge así el perfil de quien fue un dedicado ornitólogo, un atento estudioso de las músicas de otras culturas, un maestro generoso, un cristiano honesto y, en suma, un buen hombre y un buen artista.
Apenas unos días después, la Orquesta Filarmónica de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) programó e interpretó una de sus obras más importantes de Messiaen, auténtica cumbre del gran repertorio sinfónico del siglo XX: la Sinfonía Turangalila. Bajo la conducción de su director artístico, el siempre interesante Sylvain Gasançon, la orquesta universitaria logró, a pesar de algunas cosas que pueden y deben ser mejoradas, una versión más que decorosa de esta expansiva y compleja partitura. Al buen resultado de esta Turangalila universitaria contribuyó el trabajo comprometido, sólido y redondo, de los dos instrumentistas que tienen papeles prácticamente solistas en la obra. Por un lado, el pianista de la propia Ofunam, Duane Cochran, quien navegó con seguridad por los enredados y peligrosos laberintos de una parte de alta complejidad, destacando sobre todo su convicción para mantener en orden y siempre presente el balance entre su instrumento y una orquesta que puede ser avasallante por momentos. Igualmente apreciable, su disciplina rítmica en medio de tan extenso torbellino de muchos e inesperados compases complejos y acentos desplazados. Por otro lado, la intérprete francesa Nathalie Forget, encargada de la fascinante parte que Messiaen escribió para ondas Martenot, instrumento eléctrico del que el compositor fue un usuario particularmente asiduo. A diferencia de un par de interpretaciones previas en vivo que he escuchado de la Turangalila, a madame Forget no le tembló el pulso (literalmente) para dar a las ondas toda la presencia que se requiere, manejando con igual eficacia el listón y el teclado de su instrumento, así como los controles dinámicos, sin dejarse comer por las densas texturas orquestales acumuladas por Messiaen. En mi caso, debo confesar, ayudó a esta percepción que me situé a unos metros de las bocinas de las ondas Martenot para permitir que los extraños y fascinantes zumbidos del instrumento movieran alegremente mi cerebro de un lado al otro. Electroshocks sin dolor, pues. ¡Muy saludable!
Poco después, en una de tantas y tan frecuentes noches de insomnio, busqué en el archivo la Sala de Conciertos Digital de la Orquesta Filarmónica de Berlín algunos de los conciertos recientes que por una u otra razón me perdí. Prontamente, llegué al concierto del 4 de marzo y encontré que la primera obra de ese programa, realizado bajo la batuta de Paavo Järvi, era la breve pero expresiva meditación sinfónica Las ofrendas olvidadas de Messiaen, partitura en la que el músico francés enmarca una breve sección agitada y robusta entre dos episodios de largos y pausados arcos melódicos encomendados principalmente a las cuerdas, logrando, sí, un austero ambiente de meditación inconfundiblemente moderno, sin recurrir a ninguno de los clichés del posromanticismo. Para el público neófito, quizá sea la pieza orquestal de Messiaen más adecuada para un primer acercamiento a su música.
Y si de acercamientos se trata, además de lo aquí mencionado recomiendo a quienes quieran aproximarse a este buen pajarero y buen músico la audición de dos obras suyas que me parecen indispensables: la pieza De los cañones a las estrellas, para gran ensamble, y el muy evocativo, expresivo y ciertamente doloroso Cuarteto para el fin de los tiempos, que data de los tiempos de 1941 pero que habla, sin duda, también de los nuestros.