Buen viaje, querido poeta, hasta pronto.
El futuro del capitalismo dependerá de las capacidades que este sistema tenga para renovarse: esta es la conclusión del economista Branko Milanovic, en su reciente libro Capitalismo nada más. El futuro del sistema que domina el mundo (Taurus, 2019).
El autor nos invita a pensarnos como los primeros humanos que vivimos bajo un solo modo o forma de producción. Todos bajo el capitalismo quiere decir todos conectados por sus intercambios comerciales y financieros, como lo han recordado las quiebras del Banco de Silicon Valley y las rápidas reacciones de salvataje encabezadas por el presidente Biden.
Por sus alcances a través de una endiablada interdependencia, este capitalismo no parece dispuesto a dejarnos en paz. En nuestros empleos y seguridad social, en nuestros ahorros o en nuestros arriesgados planes para tener retiros más o menos tranquilos. Tan sólo por su desaforada interconexión social, económica y cultural, es obligado plantearse la cuestión de la supervivencia y reproducción de dicho sistema.
Todas, o casi, nuestras apuestas vitales y coyunturales acaban en sus ruletas de ganar-perder. Si eso se cae, o es “tomado” por los émulos de quienes tomaron del Palacio de Invierno, lo más probable es que la mayoría de la población sufra renovadas carencias y penurias materiales, sociales e institucionales.
Como nos cuentan, eso del comunismo de guerra o la nueva política económica acabó siendo un desastre humano ahondado por el barbarismo de Stalin; el tiempo pasó y quienes imaginaron el fin del capitalismo y el inicio de una nueva y maravillosa historia acabaron siendo millones decepcionados reclamando desarrollo y justicia.
Las revoluciones cubana y argelina, con el gran antecedente de la impetuosa proeza china, definían los perfiles del mundo que emergía del desastre de la Segunda Guerra y su inmediato antecedente, la Gran Depresión, así como el ascenso del fascismo. “Nada de eso puede volver a ocurrir”, fue la consigna maestra de Naciones Unidas y sus organismos adjuntos, el FMI y el Banco Mundial. Y para eso, pero también para definir en positivo la guerra fría, se inventaron las “décadas del desarrollo” de la ONU y otros organismos con similar misión.
Enormes esfuerzos y recursos se han invertido en esta enorme misión, idea-fuerza, que llamamos desarrollo, pero siempre declarados insuficientes. La cuestión es que los terceros caminos y las revoluciones en una u otra latitud no han cambiado el panorama de la pobreza, la desigualdad y la vulnerabilidad globales que la pandemia del covid-19 desnudó.
Razón de más, dirán algunos, para acabar con el origen de todo esto que, hemos de admitir, se aloja en el capitalismo, con sus ambiciones, acumulaciones, agresiones, abusos, prepotencias. Pues sí, pero no. El capitalismo es hoy una abrumadora red de relaciones e instituciones de todo tipo y alcances; gran complejo humano cuyo destino tenemos que volver a discernir, como lo hicieron nuestros antecesores en los años 30 y 40 del siglo XX.
Sus proezas alimentan todavía hoy, a pesar de los desastres recientes que empezaron en 2008, a la peor de las propagandas: aquellas voces que apenas iniciado el siglo cantaban las glorias del capitalismo victorioso que por eso podía proclamarse global, único y hasta democrático. No ha sido así la historia, llena de recovecos y avatares hostiles. Pero la cuestión sigue, arranca en las sociedades más ricas y desarrolladas, pero contagia a territorios vueltos a la marginalidad, la pobreza y la indefensión.
Las experiencias de eliminación o sustitución del capitalismo son conocidas. Saltar al vacío, aunque lo hagamos desde la más genuina ilustración o la más detestable de las prepotencias, no augura desenlaces promisorios a la vista. Quienes hoy promueven ajustes totales con el capitalismo tendrían que decirnos qué significa esa consigna en términos de seguridad, certidumbre y mínimos de bienestar, con los que hoy viven millones.
Convocar a la demolición institucional, del y por el capitalismo, quizá suene heroico, pero tiene frente a sí un inventario devastador, como lo propició el “gran salto” neoliberal, pero lo sufren a diario los estados posrevolucionarios. No es éste el tiempo de la revolución, sino el de la reforma audaz y consistente del capitalismo, como lo hicieron e imaginaron Lázaro Cárdenas en México y Roosevelt en Estados Unidos; Attlee, Keynes y Beveridge en Reino Unido; los socialistas, democristianos y comunistas italianos, los socialdemócratas que luego encabezaría Willy Brandt.
Un capitalismo reformado, urgido de una reforma estatal que recupere visiones justicieras y ponga a los más débiles y afectados por delante. Sin echar por la borda lo mejor que la humanidad ha construido, en momentos tan terribles o más que los actuales. Nobleza e imaginación para reconstruir o innovar, dentro y para ir más allá del capitalismo. Esto es lo que urge. Bravatas sobran, aunque sean avaladas por pueblos inventados.