Uno de los muchos problemas internos que agobian a la fiesta de los toros es la falta de verdadera pasión en toreros y ganaderos, en ese orden, porque, como nunca, hoy los diestros que figuran no logran sustituir la falta de transmisión de tantas reses con una bravura humana que rebase la extendida mansedumbre que enfrentan o, si se prefiere, la pasadora docilidad que exigen y a la que se han plegado la mayoría de los criadores.
Pasión en el sentido no sólo de inclinación desmedida por algo o alguien, sino de esa capacidad que genera partidarismos y lealtades incondicionales, más que de parientes y amigos de públicos masivos que necesitan nutrir su corazón y reflejarse en determinadas expresiones toreras (personalidad) y en el comportamiento de reses con bravura y fijeza (tauridad), éstas con el propósito de embestir y herir y aquellas con la capacidad de burlar y aprovechar tan comprometedor instinto.
Hacía tiempo que como aficionado no lograba ponerme “positivo”, que no experimentaba esa auténtica emoción, íntima y reparadora, que creía agotada o casi olvidada en mi condición de espectador más o menos escéptico, precisamente por la falta de pasión y rivalidad en los toreros, de emotividad en los astados, de verdad en los taurinos, de imaginación en el antojadizo monopolio y de compromiso de una cínica autoridad judicial con aficionados y ciudadanía.
¿Qué provocó que al término de la segunda novillada en la Plaza Arroyo, de Tlalpan, el avinagrado Páez saliera transformado, imbuido de una sensación de liviandad y de una euforia insólita? Que contra su costumbre se vio obligado a bajar al patio de cuadrillas y felicitar efusivamente al joven de Aculco, estado de México, Emiliano Osornio y a su alternante, el hidrocálido César Ruiz, por su extraordinario desempeño ante un novillo de Joaquín Aguilar y otro de Pepe Arroyo, respectivamente.
Ambos jóvenes mostraron rivalidad, entrega sin aspavientos, intensidad e interioridad en sus expresiones; contraste en sus magníficos estilos, sustentados en la quietud y el temple, y conexión inmediata con el tendido en esa auténtica entrega recíproca de toreros y público cuando se da la magia del toreo, no su aproximación. Osornio, con una sobriedad natural, no estudiada, y una verticalidad que imprime largueza a los muletazos y remates, tirando del toro y mandando, sin forzarse ni forzar, con colocación precisa, realizado todo con un clasicismo fresco, sin afectaciones, lo que le valió cortar merecida oreja. Y César Ruiz, en su debut en novilladas con caballos, sin más complejo que no dejarse acomplejar por nadie, acabó con el cuadro al recibir con largas cambiadas de rodillas al novillo más hecho, sentidas verónicas de manos muy bajas, banderillas espectaculares, el último par de cortas y citando a la mínima distancia, y luego tandas con raza, en la línea de Carmelo, del Loco Amado, del Pana, de Valente. Dejó un estoconazo en lo alto a toro parado y recibió las dos orejas.
Pareja, ¿por qué? Porque su triunfo fue paralelo y la reacción del público simultánea, a partir de un celo y un sello propios, a cual más de espontáneos e intuitivos, con un increíble dominio escénico y un claro sentido de emocionalidad que conecta de inmediato con la gente, y porque ambos jóvenes disfrutaron, sin problema, de la tauromaquia del otro, conmovidos y conmoviendo con esa espiritualidad que ilumina al que crea y al que mira. Dotados noveles que apenas empiezan, a Osornio y a Ruiz les faltan muchas fieras de cuatro y de dos patas por enfrentar.
Otra nota roja: La mano negra dio otro zarpazo al ser suspendida la anunciada corrida de Teziutlán, Puebla, para hoy. Otro juececito amparador se compadeció del aguerrido grupúsculo denominado Patitas de Amor ( sic) y el estado de derecho en el país sufrió otro puntapié. Síganle.