Hay un sector de México que se resiste a la transformación nacional en curso y defiende con convencida beligerancia lo que no ha podido ser tocado por los cambios: el Poder Judicial, las instituciones electorales y los otros organismos autónomos, los bolsones de corrupción que aún quedan en la vastedad del Estado, los contratos depredadores y los múltiples mecanismos de cooptación mediante dádivas, ideados y activados durante el ciclo neoliberal para tener, si no contenta, al menos satisfechas a clases medias y medias bajas.
Esos sectores han sido las bases sociales del modelo neoliberal y desde los tiempos de Zedillo fueron intoxicados con campañas masivas de terror y de odio; si Cuauhtémoc Cárdenas alcanzaba la jefatura del Gobierno capitalino provocaría un desastre económico mayúsculo; de triunfar López Obrador en la elección presidencial el gobierno te quitaría tu casa, nos convertiría en Venezuela y el país entraría en una crisis terminal. En contraste, los neoliberales –tecnócratas como el propio Zedillo, logreros como Fox, políticos inescrupulosos como Calderón o muñecos de aparador como Peña Nieto– multiplicarían las oportunidades de negocios y de trabajo para una población de emprendedores y de hijos de la cultura del esfuerzo que habrían de prosperar (lenta o rápidamente, según la prudencia o la audacia de cada cual) en una economía caníbal y libérrima.
Y sí, muchos de ellos prosperaron lentamente y otros, unos pocos, hicieron fortunas súbitas. Los mecanismos de la democracia formal se convirtieron, junto con todo lo demás, en terreno fértil para las inversiones, la obtención de contratos muy reconfortantes y la prosperidad de la mafia tecnocrática encargada de administrar La Democracia, SA de CV. La descomposición avanzó en ámbitos hasta entonces libres de todo señalamiento, como las universidades públicas, varias de las cuales fueron utilizadas para los enjuagues de la estafa maestra. La corrupción hard, esa que consistía en desviar, embolsarse y repartir centenares o miles de millones, quedó reservada a los operadores políticos y empresariales; la corrupción soft, mucho más extendida, distribuía desde contratos, proveedurías, salarios desmesurados, “estímulos” y bonos, hasta tinacos, bultos de cemento, promesas de escrituración de pequeños y remotos terrenos y plazas laborales ínfimas para los allegados.
Así fueron reclutados desde medios informativos, comentócratas, académicos, científicos y artistas, hasta los precarios pobladores de organizaciones como Antorcha Campesina. Aunque éstos no necesariamente eran cercanos a los reductos de la derecha y la ultraderecha tradicional, nutrida por las fobias poscristeras y el anticomunismo más primario, empezaron a coincidir con ellos en cuanto el entramado de la corrupción neoliberal empezó a ser demolido y el barco se puso en marcha.
El régimen oligárquico había terminado por creerse sus propias farsas; por ejemplo, la de la alternancia: no importaba mucho quién gobernara porque, a fin de cuentas, el modelo político, económico y social no variaba gran cosa tras un cambio de colores. Y en vísperas de la insurrección electoral de 2018 muchos pensaron que si bien el triunfo de AMLO era inevitable, no ocurriría nada sustancial. Sólo así se explica la reacción de los derrotados, sorprendidos e indignados por la insolencia insólita de un presidente que acataba el mandato popular recibido y que hacía justamente lo que había prometido: acabar con el neoliberalismo corrupto. “Oye –empezaron a decir–: está bien que hayas ganado la elección, pero por favor gobierna como si fueras uno de los nuestros.”
Pero no. La promesa “primero los pobres” era real y fue llevada a la práctica. Así, desde 2018, los antiguos beneficiarios del festín gubernamental optaron por ser el ancla de la embarcación. Pretendían inmovilizarla e impedir que avanzara en la dirección que se había propuesto y que la ciudadanía había aceptado. En lo que va de este sexenio, el barco ha avanzado muchísimo, incluso a pesar del ancla, pero no al ritmo que desearían quienes llevaron a Andrés Manuel a Palacio Nacional. Ese deseo colectivo, activista y abnegado aunque no siempre bien organizado, es la hélice que impulsa la nave. Llevamos casi cuatro años de una tensión creciente entre la cadena del ancla y el resto de la embarcación. El ancla piensa que, como recurso desesperado, puede lograr que el casco se parta en dos y el barco se vaya a pique. Ese es el espíritu de los angustiosos exhortos de las derechas partidistas, empresariales y “sociales” a la intervención extranjera, o las descabelladas peticiones a las fuerzas armadas para que le digan “no” al Presidente.
El naufragio no ocurrirá, pero el barco podría avanzar más rápido si no arrastrara un ancla que se dice feminista, derechohumanera y ecologista, y que va causando destrozos en el lecho marino.
Hay que intensificar el giro de la hélice. Nos vemos mañana en el Zócalo.
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