Creo que fue Rafael Correa, el ex presidente de Ecuador quien acuñó la frase: “A la derecha se le aplaude cuando no hace nada; a la izquierda se le critica por no hacer todo”. El aforismo describe, por un lado, a los gobiernos neoliberales que desregularon dejando hacer a las empresas lo que quisieran con sus trabajadores, el medio ambiente y los impuestos que no pagaron. Por el otro, traza lo que se les exige a los gobiernos plebeyos: todo. De entrada, este doble rasero tiene que ver con que ser de derecha normalmente implica dejar las cosas como están, que “no se toque” nada, que no se hable, y menos se actúe, porque el Estado, el poder –que se entiende rupestremente como “coerción”–, la política son malas en sí mismas, como la manzana de Eva. Así, si no se toca nada, la derecha estará cumpliendo con su propósito. Pero la izquierda debe transformar y usar al Estado, al poder, y hacer política.
Para la derecha, lo real tiene una razón “natural” y, por tanto, no hay que tocarla, más que para dejarla fluir. No fue gratuito, a inicios de este siglo, que la idea “líquida” del mundo, en autores como Zygmunt Bauman, se convirtiera en best-seller. Si algo está mal entre uno y el mundo, eres tú el que debes ajustarte, no tratar de cambiar el mundo. La resistencia fue convertida en “resiliencia”. La capacidad política de oponerse y defenderse frente a un embate –la resistencia– se transformó en la facultad de reconstituirse después del choque. Si la resistencia nos remite a las comunidades originarias o a los partisanos que lucharon contra el fascismo –no desaparecer de la tierra sin dar la lucha, aunque al final no prevalezca–, la “resiliencia” viene del mundo natural: la restauración de los ecosistemas después de un evento como, por ejemplo, el derrame de petróleo en el mar. En física, un material es “resiliente” cuando absorbe la energía de un golpe y, tras liberarla, vuelve a su forma original. Así, la derecha usa este término porque cree en la restauración de lo que ha cambiado la izquierda. Por esos sus voceros se la pasan diciendo que ya verán todos, ahora que regresen. Como si la política fuera una liga o, más socorrida, un péndulo.
Hay otra diferencia entre la derecha “resiliente” y la izquierda que resiste, y es la idea del futuro. Para la derecha, si todo lo que decían los expertos era dogma, lo que proponen es tan sólo un presente mejorado, es decir, un no-futuro. ¿Qué dijeron los neoliberales cuando su régimen generó más desigualdad, más corrupción y hasta obstaculizó con los monopolios su tan cantada “innovación”? Que había que esperar. El neoliberalismo, aunque le cueste reconocerlo a sus teóricos, era un tiempo de secta apocalíptica: el final deseado ya está aquí, pero todavía no lo vemos. Una parte de la población latinoamericana, los excluidos de la política y del desarrollo económico, decidió que no, que no había que esperar a los frutos paradisiacos que prometían los monetaristas, y que había que optar por resistir, no aguantar a que pasara la catástrofe. Esa decisión de no aguantar fue el inicio de la politización que a la élite le cuesta tanto entender. Cuando la oposición critica porque los gobiernos plebeyos no han cambiado “todo”, los nuevos politizados responden con una idea del tiempo mucho más sofisticada que “el ya está aquí, pero todavía no”, del neoliberalismo: la idea del proceso de transformación. No es un optimismo chato como el neoliberal: que un día, a base de mucho esfuerzo y talento, todos podemos tener tantos millones como Elon Musk y que, si él los tiene, ha trabajado más y es más listo que el resto. La de las transformaciones es una esperanza, en el sentido trágico del término, que depende de lo posible pero que es palpable. El proceso no es de repente, como pretendían los neoliberales que iba suceder el “goteo” de la riqueza desde la copa más alta a las más bajas de la pirámide. Los pasos de un proceso son visibles en políticas públicas y en el aumento del bienestar. Si se va por el mismo sendero, se logrará extenderlo. Hay que construirlo, no aguantarlo.
Hay otro rasgo de “no se toca” que tiene que ver con la metáfora corporal misma. El más social de los sentidos es tocarse. Se saluda, se abraza, se dan palmadas en la espalda, para expresar confianza, reciprocidad, vínculos entre iguales. Lo que no se toca, sólo se ve o se escucha, es decir, se acepta desde una distancia. Es por lo menos curioso que la oposición haya tenido su único éxito propagandístico con una frase de repelencia al contacto. Se me ocurre que es acaso la misma que les aqueja cuando dicen que la pobreza se contagia, que la mediocridad infecta, que no quieren que sus colonias sean invadidas por pobres, inmigrantes, morenos. Es un lema propagandístico que almacena la profundidad de la inmovilidad de la derecha para la que cualquier cambio es destrucción, pero también la del aislamiento individual, del solipsisimo de los competidores egoístas. Pero también, el “no se toca” quiere decir que existen instituciones o prácticas que están fuera de la historia, que son metafísicas y que hay que proteger del contacto con el tiempo, los cambios de lo probable, las expectativas de los demás.
Creo que es por ello que la oposición mediática –casi toda– a las reformas electorales engaña diciendo que si se tocan los órganos electorales, vendrá una regresión al fraude electoral que practican todavía los partidos políticos desleales a la democracia. Al ser aplaudida por no hacer nada, la derecha reivindica la inmovilidad como si fuera una demanda. Y espanta con el petate del pasado priísta, buscando frenéticamente en qué puede asemejarse el presente con el pasado autoritario. Y es que el presente mejorado no puede competir con el futuro construido.