Ayer, en el búnker construido en el sexenio de Felipe Calderón por Genaro García Luna, entre excesos de presupuesto y de megalomanía, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó una gráfica estremecedora del índice de letalidad en los enfrentamientos entre efectivos de las corporaciones públicas y presuntos delincuentes. En 2007, en 49 agresiones registradas, hubo un total de 54 civiles heridos y detenidos, y 30 muertos. Para 2010 fueron 674 enfrentamientos con 907 heridos y detenidos por 818 muertos y en 2011 las defunciones (mil 412) superaron por mucho las detenciones y lesiones (mil 127) en mil 76 combates. En los dos últimos años del calderonato siguió habiendo más “agresores” muertos que heridos y detenidos, algo que sólo puede explicarse por una instrucción superior de exterminar y no de contener o capturar a los supuestos infractores. En los primeros tres años del peñato esta tendencia se mantuvo y las ejecuciones extrajudiciales fueron documentadas de manera contundente en mascares de civiles, como las perpetradas por el Ejército en Tlatlaya (junio de 2014) y por la Policía Federal en Tanhuato, Michoacán (mayo de 2015).
Hay abundante información pública que documenta el fraude electoral de 2006. Existe, asimismo, un cúmulo de datos incontestables sobre los desvíos monumentales de dinero perpetrados por el calderonato (por citar sólo uno: la nunca construida refinería bicentenario, en Tula, Hidalgo, en la que se “invirtieron” 620 millones de dólares para construir una barda perimetral, que fue lo único que se hizo). Por otra parte, el hecho de que el político michoacano haya consentido o solicitado la ayuda de Estados Unidos para encaramarse en la silla presidencial y de que se haya sometido a una “estrategia” de seguridad dictada por Washington lo retrata como alguien que ensangrentó a México para satisfacer intereses de una potencia extranjera; dicho en breve, un traidor al país.
Miente Calderón cuando asegura que no se enteró de las actividades delictivas de su secretario de Seguridad Pública. Se lo dijo el general Tomás Ángeles Dauahare, se lo informó el comandante policial Javier Herrera Valles y se lo advirtió Manuel Espino, quien era presidente de su partido. Por lo demás, desde 2001 se venía dando a conocer información periodística sobre actos de corrupción de García Luna y de las denuncias contra éste interpuestas por Alejandro Gertz Manero, primer secretario de Seguridad Pública de Vicente Fox, y por la antigua Secretaría de la Contraloría. Y eso lo hace cuando menos encubridor de actividades de narcotráfico.
Si tuviéramos un Poder Judicial confiable y honesto, hace tiempo que habrían debido iniciarse averiguaciones contra Calderón por cinco clases distintas de delitos: los electorales, los de corrupción, los de tráfico de drogas y los que se derivan de haber entregado la seguridad del país al arbitrio de Estados Unidos. Pero hay una quinta responsabilidad, la más repugnante y la más exasperante por la impunidad en que ha derivado: la que cae en el ámbito de crímenes de lesa humanidad.
En la lógica de la guerra, la neutralización del enemigo (que en la peculiar guerra de Calderón era el conjunto de organizaciones criminales rivales de la del Pacífico, para la cual trabajaba el secretario calderonista de Seguridad Pública) puede pasar por el exterminio físico de sus integrantes. Eso explica que se haya instaurado una dinámica de horror en la que las confrontaciones entre fuerzas policiales y militares y presuntos delincuentes pasaran de 49 a mil 76 por año. Semejante estallido de violencia, promovido desde una presidencia usurpada, no afectó únicamente a supuestos sicarios y uniformados de las distintas corporaciones, sino que se extendió rápidamente a vastos sectores de la población no involucrada. Y afectó con particular saña a incontables personas de todas las edades y todas las regiones que, sin estar armadas, trabajaban para el narco: campesinos mariguaneros y amapoleros, narcomenudistas , niños y jóvenes halcones, artesanos y profesionistas reclutados por los grupos criminales o por capos individuales para que les proporcionaran servicios domésticos, de salud, de construcción, de contabilidad o de esparcimiento.
Todo ese grupo humano estuvo en la mira de Calderón y una buena porción de él acabó en fosas clandestinas, además de los que no tenían nada que ver; además de los soldados, marinos y policías estúpidamente sacrificados; además de los chavos de Villas de Salvárcar; además de los migrantes de San Fernando; además de las familias levantadas en Allende, Coahuila, que desaparecieron para siempre.
Felipe Calderón debe estar en la cárcel porque lo merece y porque, lo más importante, como país también lo merecemos. No por venganza, odio o resentimiento, sino porque el genocidio que Felipe Calderón Hinojosa concibió y perpetró no debe repetirse nunca más.
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