Cual si fuese un guion acordado, varias voces relevantes interesadas en mantener al Instituto Nacional Electoral a salvo de reformas inmediatas arguyen que el orden constitucional se ha roto. Lo dicen con una sonoridad mediática que hace pensar en situaciones extremas, realmente autoritarias, dictatoriales. Uf: roto el orden constitucional, ¿qué queda, las armas?
La realidad no justifica tales arrebatos dramáticos. Quienes proclaman roturas casi insalvables han recurrido justamente al orden constitucional, es decir, han presentado objeciones ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación para que, como esta máxima instancia lo ha hecho históricamente en infinidad de ocasiones, resuelva respecto a diferendos de distinto grado entre poderes y autoridades. Si hubiera un orden constitucional roto nadie podría recurrir ante la Corte y esperar que esta resuelva sobre el tema planteado. Atípica dictadura sería la que denuncian esos quejosos si permitiera que los opositores litigaran contra el Poder Ejecutivo y los jueces les dieran la razón.
Tal acaba de suceder en uno de los casos recientes más clamorosos, el de Edmundo Jacobo Molina, ex secretario ejecutivo del INE, cuya remoción llegó a provocar lágrimas en una senadora actual que antes fue secretaria de Gobierno con Miguel Ángel Mancera: un tribunal colegiado en materia administrativa concedió una suspensión de su despido y, en lo inmediato, la restitución en su cargo.
Aún no está resuelto el fondo del asunto, pero en lo inmediato el orden constitucional vigente ha respondido, sin rotura alguna, a los planteamientos de un servidor público que se considera lesionado porque le han retirado el cargo. Y, más adelante, ese mismo orden constitucional entrará al fondo del asunto y decidirá lo que considere adecuado.
El mismo orden constitucional vigente habrá de resolver la suerte mayor de este asunto electoral, el llamado plan B, que las cámaras de Diputados y de Senadores aprobaron por mayoría, pero que puede ser echado abajo por los jueces. Decidan lo que decidan en cuanto a Jacobo Molina y el plan B, los jueces, con su funcionamiento normal, demuestran que no hay tal rotura del orden constitucional, por más que las exageraciones opositoras así lo planteen.
La vocería de la Casa Blanca apaciguó provisionalmente las exigencias de ciertos personajes políticos de Estados Unidos que demandan mano durísima contra México por el tráfico de drogas, sobre todo el fentanilo, y en particular a raíz de los delicados sucesos de Matamoros, Tamaulipas. No es necesario declarar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras, pues ya se tienen suficientes mecanismos de acción directa contra ellos, afirmó la portavoz.
El expediente Matamoros recibió en las horas recientes algunos agregados que podrían ayudar a disminuir tensiones (disminuirlas, no eliminarlas): cinco personas, incluyendo un jefe de plaza fronteriza, fueron “entregadas” por su presunta responsabilidad en los hechos, según un comunicado atribuido al grupo de élite Escorpión, del cártel del Golfo.
En una evidente operación de lavado de cara, de narcorrelaciones públicas, este grupo “reprueba enérgicamente” los hechos, ofrece “disculpas” por el “error” y señala que los narcos ahora entregados actuaron “bajo su propia decisión y falta de disciplina”, sin respetar “las reglas”. Nomás les faltó asegurar que se irá “hasta las últimas consecuencias”, aunque ofrecieron una variante a la retórica oficial, al plantear que “los responsables” deberán pagar, “sea quien sea”. Otro dato nuevo es el registro de antecedentes penales en tres de los cuatro estadunidenses atacados.
Y, mientras el presidente López Obrador endurece el discurso ante las abiertas pretensiones intervencionistas de ciertos segmentos de poder estadunidense, ya con la vista puesta en la movilización nacionalista del próximo 18 de marzo en la Plaza de la Constitución, ¡hasta el próximo lunes!
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