El secuestro de cuatro ciudadanos estadunidenses y el asesinato de dos de ellos en la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, ha sido instrumentalizado por la ultraderecha estadunidense para dar rienda suelta a su discurso racista, xenófobo, militarista e intervencionista contra nuestro país, propiciando que vuelvan al centro del debate público posturas cavernarias que azuzan los miedos de la ciudadanía hacia la población migrante e incluso contra mexicanos y latinoamericanos en general, tal como ocurrió durante el gobierno de Donald Trump. Un personaje que aprovechó la coyuntura para ganar notoriedad es el congresista republicano por Texas Dan Crenshaw, quien llamó a usar la fuerza militar de Estados Unidos contra el crimen organizado en México. Desde enero pasado, el político presentó una iniciativa de ley para declarar “organizaciones terroristas” a los cárteles del narcotráfico, clasificación que permitiría a Washington realizar intervenciones militares en nuestro territorio incluso contra la voluntad expresa del Estado mexicano.
El presidente Andrés Manuel López Obrador reaccionó en los términos más enérgicos contra esta pretensión que pisotea el derecho internacional y que se inserta en la peor tradición política de esa nación. “Además de irresponsable”, expresó el mandatario, “es una ofensa al pueblo de México, una falta de respeto a nuestra soberanía”. Consideró inad-misibles los dichos de Crenshaw, y recordó que México no es un protectorado y no recibe órdenes de nadie. Horas después, el titular del Ejecutivo se reunió con Elizabeth Sherwood-Randall, asesora de Seguridad Nacional y encargada de la estrategia contra el fentanilo de la Casa Blanca. Al término de este encuentro, el presidente López Obrador manifestó en sus redes sociales que su homólogo Joe Biden respeta la soberanía mexicana, apreciación confirmada por el canciller Marcelo Ebrard, quien descartó un conflicto bilateral por las declaraciones de un legislador de oposición.
Más allá del oportunismo de Dan Crenshaw y otros (replicado de manera deplorable por la derecha mexicana, sus medios y opinadores), el asunto de fondo reside en el contagio de los problemas estadunidenses a nuestro país: la epidemia de adicción a las drogas legales (como los opioides recetados) e ilegales, el culto a las armas de fuego, y el terrible libertinaje para acceder a ellas, la desregulación financiera que ha convertido al sistema bancario en una gigantesca máquina de lavado de dinero, el mercantilismo salvaje y la búsqueda de pretextos para mantener una política imperial anacrónica y perniciosa son todos ellos conflictos de Estados Unidos que alimentansobremanera la violencia que padece México. Por mencionar sólo dos elementos de esta ecuación, sin el insaciable apetito de los estadunidenses por las drogas y sin el incesante tráfico de armas fabricadas allí, las organizaciones criminales del sur del río Bravo no tendrían posibilidad de existir ni medios para desafiar a las autoridades.
En vez de culpar a México por sus problemas internos, los políticos estadunidenses que sienten la tentación de atacar a nuestra nación deberían cuestionarse cómo es posible que la superpotencia planetaria, dotada del mayor aparato de espionaje del mundo y de agencias de seguridad con presencia global, no sea capaz de combatir la distribución de sustancias ilegales en su propio territorio. Esta inverosímil impotencia de Washington para atajar el tráfico de estupefacientes dentro de sus fronteras exhibe que la finalidad de Crenshaw y otros nada tiene que ver con las drogas, sino con azuzar a su electorado y reforzar el intervencionismo.
Cabe congratularse porque la relación bilateral se desarrolle por encima de las provocaciones injerencistas de algunos sujetos carentes de escrúpulos, continuidad que es expresión del nuevo paradigma en los vínculos con nuestro país vecino del norte. Es previsible que este tipo de insolencias se multiplique conforme la clase política estadunidense se adentre en las campañas electorales del año entrante, y ante ellas habrá de recordarse cuantas veces sea necesario que México no va a volver a la lógica fallida de la guerra, la cual debe erradicarse para dar paso a una visión humanista e integral, en la que la violencia sea atendida en sus causas profundas, mediante soluciones auténticas, alejadas de salidas falsas y contraproducentes.