La pérdida de un historiador de la talla de Enrique Florescano es la de un intelectual generoso con una gran capacidad de convocar y un ser humano siempre muy, muy bien dispuesto hacia los demás, un maestro querido.
Conocí a Carmen Toscano de Moreno Sánchez, madre de Alejandra, su esposa, cuando ambas fuimos invitadas a un Festival de Cine en Sestri Levante, Italia, y, por alguna razón, me pidieron hablar también de Memorias de un mexicano frente a espectadores fascinados por Salvador Toscano y sus imágenes de la Revolución Mexicana. En ese tiempo, también traté a su hija Diana, quien habría de morir demasiado pronto. Más tarde, mi hermano Jan y Octavio Moreno Toscano coincidirían en Les Roches, y Jacqueline Quintanilla, puntal de la embajada de México en Francia habría de invitarlos los domingos.
En el Departamento de Investigaciones Históricas, en la subida al Castillo de Chapultepec, un joven Enrique Florescano habría de contagiar y encabezar a un grupo notable de investigadores estudiosos de nuestra Historia. Florescano convirtió la Dirección de Estudios Históricos en un centro de energía y también, ¿por qué no decirlo?, de información generosa para estudiantes y curiosos como yo.
Además de las invitaciones de los Moreno Toscano a “Los Barandales”, Enrique Florescano acostumbraba subir los cinco pisos de un viejo edificio en la calle de Revillagigedo para recoger ilustraciones del grabador Alberto Beltrán. Recuerdo muy bien su sonrisa y el entusiasmo en sus ojos. Florescano, ágil y delgado, era un joven dispuesto a reconocer a los demás, su entusiasmo por la obra de otros lo hizo destacar.
Enrique Florescano integró con un gran abrazo admirativo a Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco y José Joaquín Blanco. En varias ocasiones pude consultarlo en la Dirección de Investigaciones Históricas. Era un espectáculo inmejorable verlo abrir los brazos en señal de bienvenida. Florescano sabía crear un ámbito de creatividad y de camaradería, estimulaba y escuchaba, era un maestro nato, risueño y generoso.