Sin importar a qué te dediques y dónde estés, en México la vida e integridad de las mujeres “penden de un hilo”. A esa conclusión llegó la antropóloga forense Roxana Enríquez Farías luego de participar en la investigación e identificación de los restos de más de una veintena de mujeres en el arroyo El Navajo, en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 2012.
Lo que vio en ese lugar le mostró que “por mucho que intentes protegerte, tener una profesión, estar en un lugar seguro, pareciera que no es suficiente” y que cualquiera puede ser víctima de desaparición y feminicidio. Lo único que reconforta es que pese a la magnitud del daño, con lo que hacemos “finalmente recuperamos a una persona que estaban esperando en casa”.
En 15 años de dedicarse a la antropología forense, en la que mayoritariamente son mujeres, destaca el trabajo cercano que tiene con las madres buscadoras que dejan todo por ir detrás de las pistas que les lleven a encontrar a sus hijas e hijos, es lo que la impulsa a no darse por vencida. “Pienso en ellas, que no se rinden, entonces nosotros no tenemos por qué hacerlo”.
Ante la falta de respuestas oficiales, la labor que realizan también se hace desde la sociedad civil y la encabezan las mamás buscadoras, las que tienen “toda mi admiración. Yo entiendo cuál es la dimensión de este problema (de la desaparición de personas) y sé que por mucho que se haga, al ser una situación que viene mal desde la estructura, ellas están luchando contra corriente y hablando con la pared”.
En entrevista con La Jornada, la directora del Equipo Mexicano de Antropología Forense enfatiza que la utilidad social de esta disciplina se hizo esencial a raíz de que en 2008 aumentó la violencia “en todos los lugares, pero principalmente en la frontera”, debido a la guerra contra el narcotráfico declarada en el sexenio del ex presidente Felipe Calderón.
Admite que la investigación de El Navajo significó para ella un parteaguas, no sólo porque “fue un caso muy completo, uno de los únicos que partió de una indagatoria, se hizo una estrategia de búsqueda y se localizaron los restos de las mujeres”, sino también porque dejó en evidencia que “las barbaries como la de Campo Algodonero seguían ocurriendo”.
Esa realidad la remitió al abandono, pero “no sólo el de las víctimas, sino el institucional”, que posibilita que las desapariciones y los feminicidios queden impunes.