Nunca imaginé a mi Ciudad, tan maciza, como trasunto de la reveladora novela distópica -noir del escritor británico China Miéville The City & The City (2010). Quiero decir, siempre estuvo estratificada, bardeada arbitrariamente, con su parte boyante y su parte jodida, como cualquier capital latinoamericana. Mas ahora hemos atravesado el espejo, lo cual nos obliga a reflejarnos en lo ajeno, repelente, “opuesto”. Es una suerte de condena siamesa por insistir en jugar al blanco-o-negro, al meme clasista, a la descalificación ferviente, por ocio o por el ansia electoral que padecemos. De tanto apostarle a partir La Ciudad y La Ciudad, lo conseguimos. Como en los deportes (esas guerras sublimadas) vestimos los colores de nuestra causa y la defendemos rasgando la camisa del oponente.
La cosa resulta menos simple que las dos caras de la Luna. Desafía la lógica y los límites de nuestra identidad personal. No se narra como hizo Charles Dickens en su historia de dos ciudades, que ni siquiera eran vecinas. Tampoco remite a urbes gemelas y físicamente divididas como Buda-Óbuda y Pest, San Francisco y Oakland, Juárez y el Paso, los dos Laredos, los dos Nogales. No se corresponden con Berlín y su infame muro, Belfast y sus “muros de paz”, ni la segregadísima Guatemala City.
En mi Ciudad no existen fronteras, aunque muchos intentan ponerlas. La división es íntima. Unos y otros cultivan los colores vivos, sin acatar las reglas cromáticas de Hollywood para diferenciar los dos lados del border (onda Traffic de Steven Soderbergh: Los Ángeles en tecnicolor, Tijuana opaca y polvorienta).
La Ciudad una adorna o agrede las paredes con el muralismo callejero legal, ilegal o comercial. La Ciudad otra borra los muros ilustrados, los cubre de gris, los blanquea o tapona con basura publicitaria. Ambas compran sus latas y cubetas en la misma tienda de pinturas, siempre ganadora como los traficantes de armas que abastecen a todos los bandos de una misma guerra. En vez de rifles, brochas y aerosoles.
Las diferencias inseparables se manifiestan a orillas de cualquier avenida que sirva de río Bravo-río Grande. Barricadas invisibles. La Ciudad se da de topes con La Ciudad. Se insulta. Una enseña las uñas, otra pela los dientes. Una gruñe, otra ruge. Ambas son un sólo pecho inmenso a pesar de las diferencias reflejadas en abundantes estadísticas. Se picudean hasta perder el aliento. Imbricadas, entretejidas, revueltas pero enfrentadas. Una mima sus privilegios, la otra los denuncia y en negarlos se reivindica. En el mismo espacio físico una corre por arriba, otra por abajo. Beben la misma agua. Comparten el aire. Las dos habitan una sola casa y son familia.
Más que una esquizofrenia clásica, se trata de un caso de doble personalidad clínicamente interesante. La Ciudad se asume rubia y de tez blanca, mientras La Ciudad se siente prieta, aunque no sean estrictamente ciertas una cosa ni la otra, fuera de las telenovelas. Claro, si el prieto se pinta de güero, o lo es por naturaleza, puede infiltrar las filas enemigas o afiliarse a ellas.
En la novela de Miéville, Bezel está deteriorada y pobretona; en tanto, la arrogante Ul Qoma lleva una vibrante vida festiva rica en aspectos agradables. Sólo su corrupción es la misma. Una y otra se quieren destruir, apelando a variantes encontradas de nacionalismo. Hay quienes sueñan con unificarlas.
Acá no tenemos esas alternativas. Si una de las dos aplastara, sometiera o expulsara a la otra se aniquilaría a sí misma. Y la unificación se antoja imposible, la frontera la traemos adentro. Somos la frontera.
Nos declaramos indignados con el otro y nos estorbamos alegremente. Un amigo me hizo notar que los tirios cuando marchan se ven contentos y satisfechos de sí mismos; lo mismo los troyanos. Hablan el mismo idioma, pero distinto. A otro amigo, bien burgués y con el tiempo funcionario de un gobierno azul que quedó en buenas noches, le gustaba decir: “Sí, todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros”.
El proyecto de la Revolución Francesa quería hacernos ciudadanos a todos, aunque significara imponer una egalité extrema (y a la postre cruel) que tan tristes efectos tuvo bajo el sovietismo y los delirios polpotianos. Hoy sabemos que sólo habrá igualdad si respetamos las diferencias. No obstante, La Ciudad cultiva epítetos infamantes contra La Ciudad aunque beba los mismos refrescos, le vaya a la misma escuadra de futbol y crea en el mismo Dios.
Para orientarse, Miéville acude al maravilloso relato Las tiendas de color canela, de Bruno Schultz: “Muy adentro de la ciudad se abren, por así decirlo, calles dobles, calles doppelgänger, mendaces e ilusorias”. No podemos salir de La Ciudad, ni de La Ciudad. Vamos en los intersticios, cruzamos las brechas partidos por la mitad, a bordo de vehículos como venas cargadas de una sola sangre revuelta, en trenes subterráneos y calles inundadas de carros y motos. En La Ciudad irreconciliable consigo misma, somos gentes íntimamente divididas.