Dos eventos recientes ilustran una telaraña de conflictos y paradojas relacionadas con la seguridad, la desigualdad, la democracia, la pobreza o la soberanía.
Del banquillo. El juicio de García Luna exhibe el contubernio de bandas criminales con franjas de enorme poder en los aparatos estatales de México, pero también de Estado Unidos.
El meollo del asunto es que la guerra contra las drogas ha sido un fracaso rotundo en nuestros países, la sociedad norteamericana está enferma, presa de todas las formas inimaginables de adicciones. Los muertos por fentanilo, como antes por las drogas repartidas por las grandes farmaceúticas con la complacencia de las autoridades, conlleva el fracaso del gobierno y la sociedad estadunidense, que no han enfrentado esas calamidades como lo que son, es decir un problema de salud pública.
En México esa guerra perdida ha generado una cauda de muertos y la podredumbre de franjas completas de territorios e instancias estatales. ¿Quiénes ganan? Las bandas criminales que se aposentan en ambos lados de la frontera y partes significativas de los sistemas financieros que lavan el dinero sucio. La paradoja es insultante porque mientras –todos monos y bien portados– jueces, procuradores y jurados cumplen con enjuiciar a un criminal; ese mismo sistema de justicia elude someter a juicio a agencias gubernamentales y funcionarios que notoriamente colaboraron con el ahora criminal condenado.
En México, la paradoja estriba en que aplaudimos la condena que se hizo en Nueva York –y hasta sugerimos que juzguen al menos a dos ex presidentes–, pero nos hacemos pendejos con la total disfuncionalidad del sistema de justicia mexicana comenzando por la Fiscalía.
A la plaza. La manifestación del domingo pasado cumplió muchas expectativas, pero una en particular: un sector significativo de la ciudadanía sintió necesario expresar públicamente su defensa a la integridad del proceso electoral, de manera masiva. Empero los dos discursos pronunciados en el mitin, ilustran la mayor paradoja. Uno, brioso y cortante, nos regresó al priísmo de los setentas. Otro, dirigido expresamente a la Suprema Corte, intentó desentrañar los recovecos legales que confronta la iniciativa del Ejecutivo. La paradoja se puede resumirse así: mucha ciudadanía para poco y mediocre liderazgo.
No querer dialogar. Las principales narrativas transportan en su seno aporías, es decir, expresan la imposibilidad de resolver un problema ni siquiera comenzando a dialogar a partir de sus premisas.
La premisa de que el gobierno actual pone en riesgo a la democracia, o bien recurre a un ente abstracto –la visión minimalista de la democracia–, o al régimen incipiente que conocimos antes de 2018, que es peor.
La premisa de que quienes critican y se oponen al gobierno actual son conservadores, o se ilustra en otro ente abstracto –el conservadurismo histórico–, o se refieren a un mito –el priísmo histórico–, que también hace imposible la conversación. En ambos casos las premisas llevan al pasado para incrustarse en un imagen abstracta de futuro. Eluden el presente.
Encontrar un camino en común en un espacio marcado por conflictos entre las élites, movilizaciones sincopadas y deterioro económico y social, sólo será posible si se analiza a esta sociedad con ojos nuevos. No es la sociedad de las corporaciones, no es el ciudadano sumiso que intercambia progreso económico por retroceso político, no es el presidencialismo todopoderoso que articula a los poderes fácticos y a los grupos organizados de la sociedad.
Avanzamos por un largo proceso de reconstrucción institucional y social, que requerirá actos fuertemente simbólicos y diseños innovadores perfilados a partir de una penosamente lenta, pero vital conversación pública. Las minorías intensas –conservadoras o revolucionarias– en sus excesos son malas consejeras en este periodo crítico.
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