Homero camina 100 metros y tiene que hacer una pausa para respirar; va despacio, pero si alguien lo toca, se va de lado; tiene dificultad para mover el lado izquierdo de su cuerpo; se le adormecen las manos; por las noches le dan calambres; se le contracturan manos y pies, más cuando hace frío. Es un sobreviviente del covid-19 y, a casi tres años de distancia, dice que ya se adaptó a vivir con las secuelas que le dejó la enfermedad.
Fue de las primeras personas infectadas con el virus SARS-CoV-2. Estuvo en una condición grave, intubado durante un mes en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). Su situación fue tan crítica que el reporte médico que a diario recibía su familia incluía un consejo: “estén preparados, porque Homero puede morir”.
Se contagió en su centro de trabajo. Es médico internista y laboraba en el Hospital General de Zona (HGZ) número 27 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). “Recibimos muchos enfermos con problemas respiratorios. En ese momento no teníamos nada, ningún tipo de protección y los pacientes nos tosían en la cara. Tampoco conocíamos la dimensión del covid-19”.
A finales de abril de 2020, Homero empezó con dolor de espalda, fiebre y alucinaciones; tenía dificultades para ponerse de pie y a los ocho días del inicio de los síntomas, el médico que lo atendía aconsejó llevarlo a un hospital. Sólo recuerda que iba a bordo de una ambulancia. “No sé cómo me trajeron al INER” que, debido a la magnitud de la emergencia sanitaria, se destinó a la atención de enfermos de covid-19 de manera exclusiva. El nosocomio se convirtió en la Unidad de Terapia Intensiva más grande del país.
Homero sólo recuerda que estaba en el área de urgencias. “Veía serpentinas color naranja, todo vacío y yo en una camilla sangrando”. Alucinaba, dice. En otro momento despertó –después supo que era el pabellón de terapia intensiva– “y veía mucha gente caminando. Iban a una fiesta, llevaban comida, fruta, agua, flores. No había música, nadie hablaba pero iban contentos”. Las alucinaciones seguían. En otras ocasiones, recuerda que se ponía agresivo, intentaba sacarse el tubo de la boca. “Todos (los médicos) corrían”.
Además de las alucinaciones, tuvo pérdida de memoria reciente y pasada. El delirio fue bajando y desapareció totalmente seis meses después de que dejó el hospital.
Salió en silla de ruedas, sin fuerza muscular, no podía moverse, requería oxígeno, bajó 20 kilogramos de peso. Durante casi un año y medio presentó una sudoración excesiva, “mojaba la cama y orinaba entre 4 y 5 litros al día”. Homero también perdió el control de esfínteres, que recuperó “más o menos”.
Otro daño está en su corazón, que se aceleraba con sólo dar 10 pasos. “Llegaba a una frecuencia cardiaca de 120 a 150 latidos y me ahogaba”. Se controló después de dos años con medicamentos y ahora sabe que su corazón se agrandó.
–¿Hoy cómo está?
–En qué sentido. Antes trabajaba 36 horas continuas. Desde que me levantaba para llevar a mi hija a la preparatoria. Hacía ejercicio: entre 5 y 7 kilómetros de trote-carrera, iba 30 minutos al gimnasio y de 30 a 45 minutos de natación, todos los días. De ahí me iba a trabajar, viajaba con frecuencia. Todo eso se perdió.
Homero no regresó al trabajo. Se jubiló, duerme con oxígeno suplementario, el que también necesita si hace ejercicio en la escaladora. Si sale a caminar se detiene cada 100 metros para respirar. De estar al ciento por ciento, ahora sólo “tengo 40 por ciento de mis capacidades físicas, pero ya me adapté. Estoy vivo”.