Hace poco más de 23 años, el 21 de febrero de 2000, falleció el periodista y escritor Fernando Benítez. Por la importancia, actualidad y pertinencia de su obra, hace apenas unos días se le homenajeó en Bellas Artes.
Autor de más de 30 libros de distintos géneros, algunos referencia obligada sobre la historia o la cuestión étnica en México, Benítez escribió uno, relativamente poco conocido, publicado por Cuadernos Americanos, que ha ganando cada vez más actualidad con el paso de los años: China a la vista. Diario de viaje elaborado con magnífica prosa, narra su travesía de más de 100 días, 150 mil kilómetros y unas 200 horas de vuelo en 1952, para cruzar al otro lado de la cortina de hierro, y explicar cómo China Popular, apenas con tres años de vida independiente en ese entonces, era “Gulliver, pasando de Liliput a la tierra de gigantes”.
Benítez viajó a la patria de Mao Tse-tung, entre el 13 de septiembre (cuando salió de la Ciudad de México) y el 28 de diciembre (fecha en la que tomó el avión en Praga para volver a su país), como parte de la delegación mexicana que asistió a la Conferencia de Paz de las regiones de Asia y el Pacífico. Formaban parte de ella, entre otros, el doctor Ismael Cosío Villegas (años después solidario con el movimiento de las batas blancas de 1965 y al estudiantil-popular de 1968); el escritor Rafael López Malo; la arqueóloga Eulalia Guzmán; Mireya Huerta; el periodista Ernesto Álvarez Nolasco, y el dirigente obrero Felipe Sánchez Acevedo.
En el Lejano Oriente, el autor de La vida criolla en el siglo XVI vivió de cerca una reforma agraria, basada más en la conciencia de los campesinos que en la ley. Estuvo en Pekín, Shanghái, Hanchow, Manchuria, aldeas y campamentos. Observó grandes obras para domar el río Huai. Fue a grandes fábricas que producían maquinaria y conversó con los obreros. Asistió a los más hermosos espectáculos artísticos.
La experiencia lo impactó profundamente. Los tres primeros meses de su llegada a México los pasó hablando sin parar de lo que había visto, hasta que la fatiga lo obligó a detenerse. Encarrerado, apoyándose en los apuntes tomados sobre las rodillas, le dio forma a China a la vista entre mayo y septiembre de 1953.
El libro, según la reseña (que me envió Jaime Ortega) en la Voz de México, de la pluma del filósofo Joaquín Sánchez Macgrégor, integrante del Grupo Hiperión y dirigente de la Juventud Comunista, es una obra de altos vuelos democráticos, una de las muy contadas de la literatura mexicana de la posguerra. Y, de acuerdo con otra del poeta Enrique González Rojo, aparecida en la Revista de la Universidad, da cuenta del nacimiento de “un régimen social con una planificación distinta, con un nuevo espíritu”, de un nuevo país al que ve con los ojos de la sensibilidad y la emoción.
A pesar de la distancia y las diferencias culturales, Benítez se siente en casa en la nación asiática. “Para nosotros, los mexicanos, estar en China suponía atar de nuevo el viejo lazo que nos mantuviera unidos, durante siglos, al Extremo Oriente –escribe–. El mexicano no se siente extranjero en China. China es nuestra quizá porque los orientales, los africanos, los latinoamericanos pertenecemos al ‘mundo’, a todo lo que no es Occidente, a la humanidad que ha vivido al margen de la cultura occidental. México, como nación, se inclina naturalmente a la órbita de los orientales.”
Encuentra, fascinado, que lo que hace la grandeza de China, las pequeñas y firmes manos de sus artistas y campesinos, es también lo que da a México su fuerza y coherencia.
Impactado por la experiencia china y los movimientos de liberación nacional en Vietnam y Malasia, anticipándose a lo que fue la firma de los 10 principios de Bandung, que darían origen a la formación del Movimiento de Países No Alineados en 1961, el autor de La ruta de Hernán Cortés asegura: “Estamos frente a un hecho histórico de incalculables consecuencias: la rebelión de los pueblos coloniales”.
Según él, la base de este acontecimiento se encuentra en que “la miseria no es la que inclina a los hombres al comunismo, sino la conciencia de que el capitalismo no es capaz de resolver sus problemas. Americanos, ingleses, franceses y holandeses están empeñados en mantener su hegemonía política y económica por la fuerza”.
En frase que podría haber sido enunciada muchos años después por algún integrante de la teología de la liberación, sentencia: “A los que creen tener su monopolio, debemos decirles que si Cristo está hoy en alguna parte, se encuentra con los campesinos mexicanos, chinos o vietnamitas, del lado de los que tienen hambre y sed de justicia, del lado de los que desean la paz y aman al hombre y tratan de elevarlo a la luz del bienestar y conocimiento”.
El 30 de septiembre, el escritor contempló a cinco metros de distancia a Mao Tse-tung, “el cerebro organizador de un nuevo sistema político tendiente a dar el poder a los campesinos y a buscar el respaldo del pueblo”. Benítez lo consideraba un poeta admirable. Le impresionó su solidez, su frente despejada, el pelo negro y corto, su ancho rostro en el que se mezclaban serenidad y dulzura, su cara llena y bondadosa. Era, escribió, un hombre sin vicios, sencillo. En él se fundían armoniosamente un sistema de pensamiento occidental, el marxismo y un sentimiento poético de la más pura estirpe china. Era un orador y pensador ordenado y claro; “el medio para realizar las aspiraciones de su pueblo”.
China a la vista es el testimonio de un gran momento histórico. De un tiempo en que el coloso se ponía de pie y sentía cómo en su interior había el júbilo y la fuerza para salvar al mundo. Basta observar lo que es hoy la República Popular China para ver lo atinadas que resultaron algunas de las predicciones de Fernando Benítez. Ojalá que, muy pronto, se vuelva a publicar su libro. Hacerlo, honraría su memoria.
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