Se asoman a mi patio los árboles que hay en el jardín de la casa vecina. Entre los fresnos y cipreses hay una opulenta jacaranda. He visto que en sus ramas altas han empezado a aparecer los brotes que cada año anuncian la cercanía de la Semana Santa.
Al verlas, siempre recuerdo que, a los nueve años, tuve necesidad de permanecer inmovilizada varias semanas a causa de las fracturas en la pierna izquierda.
En aquellos días, Taide, la invaluable auxiliar de mi familia, a fin de hacerme llevadero el encierro, puso mi cama junto a la ventana para que me mantuviera al tanto del trajín de la calle y, sobre todo, para que disfrutara de las hermosas jacarandas que sombreaban el camellón de enfrente.
Para Taide –redondita, supersticiosa y sabia–esas flores eran mágicas porque, según aseguraba, los Ángeles de la Guarda tejían con ellas un cielo que a los niños les resultara menos inabarcable y difícil de alcanzar que el otro, habitado por Dios.
Me conmueve saber que, llevada por mi inocencia infantil, durante algún tiempo nunca puse en duda lo dicho por Taide, pero llegó el momento en que dejé de creerlo y me sentí obligada a reprocharme haber sido tan candorosa; sin embargo, hasta la fecha evito en lo posible caminar sobre las alfombras azules que tapizan las calles cuando termina la floración de las jacarandas.
II. Lejos de Capri
Estoy segura de haberle contado a Claudio muchas veces aquel capítulo de las fracturas, mi aislamiento temporal y todo lo demás. Lo hice porque quería despertar su admiración por haber sido capaz de superar una dura prueba. Pienso que Claudio se daba cuenta de mi propósito y por eso me oía con un gesto de profunda emoción, que después interpreté como sutil condescendencia.
Claudio y yo nos conocimos cuando ingresamos a la primaria. A partir de entonces, hasta la preparatoria, asistimos juntos a las mismas escuelas. A través de esa continuidad, sin que nos lo propusiéramos –y ahora pienso que sin que nos diéramos cuenta– nuestra amistad fue transformándose en un profundo afecto evidenciado en una complicidad incondicional y la urgencia de estar siempre juntos.
Esa unión se interrumpió en el momento en que tuvimos que elegir carrera: él optó por la de químico industrial en el Politécnico y yo pedagogía en una universidad privada. Para zanjar las distancias establecimos la costumbre de encontrarnos los sábados por la mañana en un cafecito de Santa María. Era un local pequeño, con muebles de todos colores y decorado con imágenes de Capri: una joya en medio de un mar azul turquesa con reflejos de plata.
Muchas veces nuestras conversaciones giraron en torno al viaje que haríamos juntos a la isla. Nunca precisamos la fecha de la partida, quizá porque a nuestra edad no necesitábamos anclar nuestros sueños en el calendario. Era suficiente con saber que la posibilidad de vivir esa aventura nos esperaba en algún momento de un futuro que supusimos compartido. No fue así.
Aunque nos resistíamos a reconocerlo, el hecho de no frecuentar el mismo ambiente y no tener amigos comunes fue restándole vigor a la relación. Nuestras conversaciones fueron perdiendo agilidad y muchas veces encallaban en largos silencios de los que pretendíamos huir haciéndonos preguntas o recordando alguna aventura estudiantil que en su momento nos había resultado muy emocionante y ahora nos parecía insulsa y ridícula.
Una de las pruebas de que estábamos alejándonos fue que dejamos de mencionar la posibilidad del viaje a Capri y, si lo hacíamos, era en un tono de burla hacia nuestros sueños. Las imágenes colgadas en la pared perdieron colorido y el mar azul que rodeaba la isla adquirió un tono gris con destellos de azogue.
Poco a poco se fueron espaciando nuestros encuentros sabatinos en el cafecito de la Santa María hasta que un jueves por la noche Claudio me llamó por teléfono para decirme que el fin de semana iba a salir de excursión con un grupo de montañistas que eran también sus compañeros en la facultad. A ese grupo de alpinistas pertenecía Minerva, la muchacha con quien Claudio empezó a sostener un noviazgo que puso fin a nuestra relación. Confieso que no hice el menor intento por evitarlo.
III. Quién sabe
Aunque de eso haya pasado mucho tiempo, cuando pienso en la forma en que Claudio y yo nos separamos me asalta la misma sensación que experimento cuando veo desprenderse de las ramas, muy poco a poco, las flores de las jacarandas que avisan la llegada de la Semana Santa. Cuando termina, nos deja la ciudad envuelta en un sudario azul. Ante el bello y efímero espectáculo me pregunto si tendré vida para volver a verlo. La respuesta es invariable y muy escueta: “quién sabe”.