Ciudad de México. Diego Lamas expuso su obra más reciente –que abarca personajes históricos– en La Casa del Risco, hermosa mansión recubierta de talavera que donó a México el internacionalista Isidro Fabela. Mientras veíamos el excelente retrato de Carlos Monsiváis y la interpretación de Diego Lamas de La dama del armiño, de Da Vinci, tuve oportunidad de entrevistar a su maestro, el pintor Enrique López Pacheco.
–¿Cómo empezó a amar a la pintura, maestro?
–De joven nunca supe de una escuela de arte, pero me encantaba dibujar. Vivíamos en la Ciudad de México dos hermanas y cuatro hermanos. De niño dibujé sin pretensión, sin saber que eso era un oficio; mis padres no sabían nada de arte. Estuve en el Politécnico estudiando física, y luego trabajé en el gobierno haciendo planos para la estructura del drenaje, cálculos para plantas termoeléctricas. Antes todo se hacía a mano.
–La pintura, la pintura, maestro…
–Conocí a Álvaro Rivera que dibujaba en la oficina y me habló de La Esmeralda, y mi reacción fue: “Dejo todo y me voy ahí”. Afortunadamente, entré en 1979; tendría 24 años, y terminé en 1984. Nunca había sido tan feliz como en esa escuela de arte; quería estar ahí todo el día. Dibujaba a la modelo y parecía bóiler; me salía refeo. Insistí. El maestro pedía 10 dibujos diarios y yo hacía 50. Así comenzó una carrera que hoy me hace feliz. Nunca dejé de pintar, sino un año por una crisis emocional y económica muy grave que me obligó a abandonarlo: me deshice de pinceles, caballete y colores. Tras casi dos años encontré a Víctor Muedano y él me preguntó que por qué había dejado de pintar y me dio 10 hojas de papel, pinceles y pintura. Durante dos semanas no hice sino pintar; asistí a una exposición de Jacobo Borges y me identifiqué muchísimo con él y empecé a crear con fiebre en esas 10 hojas que llevé a mi amigo Víctor, quien exclamó después de mirarlos durante un largo momento: “¡Pues a seguirle!” Desde entonces no he dejado de pintar.
“Dejé todos los trabajos ajenos a la pintura; me acostaba muy noche y me levantaba muy temprano. Viví cinco años muy complicados, pero nunca fui tan feliz como cuando volví a pintar, y hasta la fecha estoy muy contento de ser lo que soy.”
–Marta Lamas y yo fuimos a una muy buena exposición suya en el club Libanés; lo que más me llama la atención de usted, maestro, es su sencillez…
–Sí, estoy trabajando sobre vidrios. No sé si recuerda las cajas que he expuesto últimamente. El 14 de marzo tengo una exposición colectiva en la galería de Óscar Román, en Polanco, el tema es la Torre de Babel, presento cinco obras y una caja con 12 vidrios.
Cinco cajas de cristal
–¿Y sus clases de pintura no le quitan tiempo para su propia obra?
–Enseño lo que sé; incluso, he trabajado con gente sicótica para ayudarla a cambiar un poco su destino. En cuanto a dar clases, vivo la magia de pintar, enseño a ver los colores, no hay ninguna pretensión, es genial, porque tanto yo como el alumno estamos gustosos.
–Perdón, maestro, pero ¿qué es sicótico?
–Es un desequilibrio mental grave que a la larga puede causar una tragedia. También di clases en mi taller a cinco alumnos, mujeres y hombres, tres de ellos drogadictos
–El suyo es un afán muy generoso.
–Así es. Di cursos en bachilleres, algunos en La Esmeralda, en Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México y, claro, he seguido con mis clases particulares. En Casa del Lago me pagaba Bellas Artes, y las clases eran gratis para cualquiera, lo cual resultó genial. Ayudar a gente deseosa de aprender hace que la enseñanza se vuelva un triunfo personal, porque los que van pasando se acercan y muchos son comerciantes, artesanos y hasta drogadictos, que gracias a la pintura han salido adelante.
–¿Les pregunta: “¿quiere usted tomar una clase de pintura?”?
–No, a veces charlo con quienes se me acercan y ellos me piden: “¿Me enseñarías a pintar?”, y les dejo de tarea algún boceto; les doy instrumentos y después reviso cómo va su dibujo. Platico largamente con ellos mientras les señalo sus errores y alabo sus aciertos.
–Maestro, fui mucho al Palacio Negro de Lecumberri y nunca me dijo un preso: “Quiero que me enseñe a escribir”, así es que usted debe tener un don de persuasión único.
–Pues se da. Algunos de mis seguidores estudiaron primaria, secundaria o preparatoria abiertas; uno es antropólogo, otro abogado, y se entregaron a la pintura en años muy recientes, y eso me da mucho gusto. A algunos los he ayudado a diseñar sus carpetas para irse fuera del país y seguir produciendo, lo cual me hace muy feliz. Incluso he logrado que una galería les monte alguna exposición. Ahorita entré a un concurso de Bellas Artes para ganar una beca. Propuse hacer cinco cajas de dos metros con varios vidrios para exponerlos en un jardín por la Merced, el del Aguilita. Quisiera instalar ahí las esculturas y filmar la reacción de la gente.
–¿Sus cajas de cristal permanecerían día y noche al aire libre?
–No puedo dejar las cajas en la calle, por tanto, mi primera exposición es diurna; otra sería en la colonia Roma, otra en Polanco, en diferentes espacios en los que permanecerían sólo un día, al final del cual recogería la película con las reacciones de niños y adultos para un documental.
“Las cajas son de dos metros por 50 centímetros, porque la idea es captar la reacción de los que tienen capacidad de asombro. Mi propósito es sorprender, abrir la imaginación, porque siento que muchos han perdido su capacidad de soñar, crear, sorprenderse de sí mismos, de contemplar la belleza por culpa de la televisión, que ha limitado nuestra capacidad imaginativa y creadora.
“También nos han hecho daño las redes sociales. El celular impide la interacción, nos encerramos en una irrealidad y no vamos más allá de nosotros mismos, del lugar común que somos. Vas a comer a algún lugar y no ves a la gente platicando, sino con el celular en la mano. Todo lo hacemos a través de mensajes de texto. Tu tiempo, tu vida entera la concentra y la rige el celular.”