Abrió la puerta y entré.
Había acomodado las altas telas contra mesas y estantes en el salón del estudio, de techo alto también. Contra los ventanales con vista al bosque de fresnos entre esculturas de estelas y volcanes de bronce. Contra el barandal del altillo. Me coloqué en el centro, rodeada del Alfabeto vertical, según lo llamó, seis trípticos que pintó desde una banca baja rodante negra y desde un andamio naranja cuyos sostenes o escalones subía a medida que necesitaba ir alcanzando el remate y pintar las alturas, mancharlas, dice él; repintarlas, remancharlas. Engordar la tela, precisa. Darle forma; corregirla. Oscurecerla. Mojarla. Aclararla. Dejarla secar. Pero hoy ya estaban listas, estas figuras erguidas, de modo que pude ver la obra terminada. La exposición se llamará Casa de letras, me dijo. ¿Casa? Esto no es una casa, quise decir; guardé silencio. Contemplaba, envuelta por la presencia de las imágenes que no sabía sino calificar como esplendorosas. Sé que si las llamara majestuosas a él la palabra le incomodaría todavía más que la que habla de esplendor (magnificencia, grandiosidad). ¿O será al revés?
Asilada entre ellas me sentí; protegida, resguardada. Porque algo tenían de guardianes, me pareció; sólo que de guardianes supremos. Esto no es una casa, quiso insistir la voz dentro de mí que de nuevo la ocasión me orillaba a acallar. Refugiada a los pies de esos monumentos a la luz que me rodeaban, empequeñecida bajo la especie de manto que irradiaba de su color y me envolvía, de su tonalidad poderosamente cálida, contraste de la intemperie que me empujó a llamar a la puerta y entrar, que me atrajo a rendirme. Quería arrodillarme y enterrar la cara en la tierra y llorar, de emoción desbordada. O quería abrir y alzar los brazos hacia alguna cúpula y reír, reír de alegría.
Lo había visto inclinado sobre las telas sobre las mesas derramándoles mezclas de pintura y de arenas y levantarlas un poco de aquí, de allá, mecerlas de modo que el líquido espeso se esparciera. Casi arrullarlas, ¿o zarandearlas de gusto?
Lo había visto también con un pincel delgado y corto formar y reformar las anchas y largas imágenes. Lo había visto dejarlas reposar y secar, a la sombra de la Luna. Y lo había visto horas después ir a ver expectante qué había sucedido al amanecer, si el tono buscado y encontrado la víspera húmeda llegó a fijarse, o si disminuyó, y preguntarse entonces qué hacer, quería que recobrara la intención de lo impregnado. Lo había visto rociar desde un plato hondo sobre las telas una materia grumosa blanca, como migajas a los pájaros en el campo.
Me mostró una hoja de papel blanco grueso, lo vi tamaño doble o triple carta, no sé, parecía extenderse rectangular hacia lo largo y lo alto, ampliamente, no sé cuánto, al verlo crecía más que una hoja simple tamaño carta. A lo vertical él había dibujado una sobre otra unas seis hileras de signos, uno al lado de otro, o algo más arriba o algo más abajo, a tinta todos, cuatro por hilera, un cuarto de siglo atrás, me contó y abajo vi la fecha. Llamó Estudios para alfabeto el conjunto negro y blanco desde entonces.
Y fueron las primeras letras que ideó de un alfabeto que en aquel momento por lo visto inventaba. Eran dibujos negros de unos cuatro centímetros de alto cada uno más o menos, o variados, entre pequeñas torres o figuras curvas, con bordes triangulares, dentados con regularidad armoniosa, con grietas geométricas en blanco a lo largo, a lo alto, equilibradas, con gracia vibrante unas y otras. Algún significado tendrían, sin duda, preciso y específico por más que oculto, o inventado, según afirma él. Los tracé directamente, precisó; sin bosquejos previos; bajo una verdadera inspiración.
El rapto tuvo lugar durante una estancia suya en Nueva York, recordó. Le pregunté si los había tenido presentes cuando terminó las series en las que se afanaba en aquellos años, antes de empezar a trabajar en la serie Escrituras, precisamente de la que parte la Casa de letras –que no es una casa–, con el Alfabeto vertical que en esos momentos me circundaba. Para nada, me contestó; este primer alfabeto fue a dar al fondo de un baúl apenas regresé adonde vivo, aquí cerca, en Dulce Olivia, en el barrio de Santa Catarina, en Coyoacán.
Lo olvidé todo este tiempo debajo de otras hojas con apuntes de otros temas. Al poner orden apareció esta hoja ahora en mis papeles con dibujos que, según los feché, sé que son antecedentes de la serie Escrituras, ésta, en la que he estado ocupado, internado, antecedentes involuntarios, sonrió; presagios insospechados por mí cuando empecé la serie en la que incluyo esta Casa de letras. No es una casa, volví a pensar, este recinto a cuyo claustro entré a refugiarme de la intemperie.
Alcé la vista hacia los bordes superiores de los trípticos a mi alrededor, se me figuró que ahí no terminaban, sino que ascendían, ascendían, como si el marco que estructura la tela se hubiera extralimitado, como si las manchas sobre manchas con formas oscuras y claras profecías hubieran crecido a una altura fuera de toda altura medible y abarcable por el ojo humano o incluso por el ojo animal, aun del volador.
La expresión que trataba de formarse en mi mente, que procuraba salir entre mis labios tenía el sentido de una oración, aunque no gramatical; de una declaración de gratitud, aunque no ante un juez terrenal.
Entrecerré los ojos en el centro del salón, inmersa en su brillo, deslumbrada, enceguecida, rodeada de los trípticos radiantes que formaban parte según él de una Casa de letras. Esto no es una casa, quise afirmar; esto es una catedral.
Creaste una catedral, pronuncié por fin.