Moscú. Hace justo un año, la madrugada del 24 de febrero, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ordenó invadir el territorio de Ucrania desde el norte (Bielorrusia), el sur (Crimea) y el este (Rusia), así como bombardear con aviones y misiles decenas de ciudades, tras meses de negar tener esa intención y de concentrar tropas y armas en la frontera con ese vecino país eslavo.
Desde entonces, día a día, La Jornada ha informado de cuanto acontece en esta guerra y en torno a ésta, con especial énfasis en los que hasta ahora pueden considerarse momentos claves de una narrativa que entra en su segundo año y dista de haber concluido, ente otros: la invasión a gran escala; el drama de los refugiados y desplazados; la retirada de las tropas rusas que intentaban el asalto a Kiev; los horrores de Bucha; las negociaciones en Estambul; las denuncias sobre los laboratorios de Estados Unidos en Ucrania; el riesgo de accidente o sabotaje en las centrales nucleares; las amenazas de usar el armamento nuclear; el hundimiento del buque insignia de la flota del mar Negro; la resistencia y caída de Mariupol; el pacto de los cereales en Estambul; la contraofensiva ucrania y la recuperación de la ciudad de Jersón.
También, los bombardeos masivos sobre ciudades ucranias con misiles y drones; el atentado ucranio en el estratégico puente de Crimea; el asedio de Bakhmut por parte del grupo de mercenarios Wagner; las explosiones con drones en aeródromos militares rusos en el interior del país; la llegada del invierno y el relativo estancamiento de la línea del frente de mil 500 kilómetros de largo; los preparativos de sendas ofensivas para la primavera; el intercambio de prisioneros de guerra; la llegada de cada vez más y mejor armamento de Estados Unidos y sus aliados, desde los lanzadores portátiles de proyectiles Javelin hasta los tanques Leopard y la petición de cazas; la negativa de unos y otros a negociar un alto el fuego.
No tiene sentido repetir aquí lo ya publicado. Conviene más intentar entender los motivos que llevaron al Kremlin a iniciar esta guerra.
El ejemplo de Chechenia
Al lanzar Putin lo que llamó una “operación militar especial”, basándose en lo que ya se reconoce como deficiente información de inteligencia, quiso dar a entender a los rusos que habría una pronta victoria y que se mantenía el tácito pacto con la sociedad, que permitía al jefe del Ejecutivo emprender cualquier acción sin involucrar directamente a la población, acostumbrada a seguir haciendo su vida como si nada pasara.
Lo primero –una blitzkrieg (traducido del alemán, guerra relámpago)– no se logró. De alguna manera se repitió la historia que llevó al entonces presidente Boris Yeltsin, el antecesor de Putin, a lanzar en diciembre de 1994 la primera guerra ruso-chechena (que perdió Rusia y tuvo que haber una segunda guerra hasta que en mayo de 2000 pactó un alto el fuego con el clan Kadyrov), cuando el general Pavel Grachov, ministro de Defensa, ofreció poner de rodillas a Grozny, la capital chechena, “en no más de tres días”.
Con el tiempo sin duda se conocerán más detalles, pero con la información ya ahora disponible se podría concluir que resultó decisivo el papel desempeñado por un doble agente, el banquero Denis Kireyev (asesinado creyendo que era traidor por el servicio de seguridad de Ucrania por falta de coordinación con el Ministerio de Defensa), que –al avisar a la inteligencia militar ucrania de los planes y la fecha exacta del ataque– hizo fracasar el desembarco aéreo en las afueras de Kiev de unidades especiales del ejército ruso que tenían como misión tomar las principales sedes del gobierno, así como detener, asesinar o forzar la huida a Londres del presidente Volodymir Zelensky.
Lo segundo –el tácito pacto– se rompió, meses más tarde, al tener que retroceder en la mitad de los territorios ocupados en las primeras semanas tras la invasión y anunciar una “movilización parcial” que no es transparente al incluir un punto secreto (el número de personas a reclutar), que continúa hasta la fecha y toca a la puerta de muchas familias con la caída de su nivel de vida por las sanciones extranjeras y la militarización de la economía rusa, las cuales afectan más a quienes menos tienen, sin hablar de lo más importante: la muerte y/o mutilación de los seres queridos en los campos de batalla.
Al ordenar el comienzo de las hostilidades, Putin mencionó como metas de la operación liberar el Donbás, es decir, las regiones mineras del río Don, Donietsk y Lugansk, pobladas mayoritariamente por personas de origen ruso, y añadió dos objetivos más: desmilitarizar y desnazificar Ucrania.
Cuando empezó la invasión, las llamadas repúblicas populares de Donietsk y Lugansk, que proclamaron su independencia de Kiev, ocupaban sólo una tercera parte de las homónimas regiones ucranias. Ahora, Rusia todavía no controla la totalidad de sus territorios, pero ya declaró en septiembre anterior su anexión como entidades de la Federación Rusa, junto con otras dos regiones, Jersón y Zaporiyia, igualmente incompletas, y si sumamos Crimea, incorporada en 2014, Kiev –desde la óptica de Moscú– tendría que renunciar a cerca de 20 por ciento de su extensión territorial reconocida por todos al colapsar la Unión Soviética en 1991.
Y una vez que Rusia consiguió el corredor terrestre que une al país con la península de Crimea, sigue atacando zonas de Ucrania que nada tienen que ver con los objetivos que fijó Putin al lanzar la “operación militar especial”.
“Secreto de Estado”
Hace pocas semanas una de las personas de su mayor confianza, Matthias Warning, quien ejerció desde la Stasi, el servicio secreto de la Alemania del Este, como enlace de Putin en la estación del KGB en Dresde y desde hace años se desempeñaba como su representante en los consejos de administración de los principales consorcios públicos rusos, le preguntó hasta dónde pretende llegar. La respuesta lo dejó sin palabras: “Es un secreto de Estado”, le dijo, según contó Warning en una entrevista al semanario alemán Die Zeit.
Por lo mismo, desde fines de febrero de 2022 y hasta la fecha, las metas iniciales indicadas por Putin se han ido completando con toda suerte de argumentos que, sacados de contexto, apuntan a justificar la agresión preventiva, a modo y semejanza de la que inició Estados Unidos contra Irak para anticiparse al supuesto uso de “armas químicas” que Bagdad, en realidad, no tenía.
Cruce de acusaciones
Rusia acusa a Estados Unidos y sus aliados de haber organizado un golpe de Estado en Ucrania que depuso al presidente Viktor Yanukovich y llevó al poder a elementos ultranacionalistas y de corte neonazi. Kiev insiste en que la Rada (Parlamento) destituyó a Yanukovich, con los votos de su propio Partido de las Regiones (que también lo expulsó de sus filas), y que tras abandonar el cargo y estar durante seis días en destino desconocido, apareció en Rostov, Rusia.
Rusia sostiene que Ucrania, nueve años después, tiene un régimen que sigue identificándose con la ideología neonazi, mientras Kiev revira que hay un gobierno electo en comicios libres con los sufragios de la mayoría de ucranios, incluidos los votantes de las 10 regiones con población de origen ruso en mayor o menor grado. Argumentan los ucranios que quienes se inspiran en Adolf Hitler, y por supuesto admiten que existen ahí energúmenos de ese tipo, en las elecciones más recientes consiguieron un solo escaño en la Rada.
Rusia condena con razón los crímenes de los batallones de corte neonazi y ultranacionalista que combatieron del lado de Ucrania –Azov de Mariupol, Aidar de Ivano-Frankovsk, Dnipro de Dniepropetrovsk, Donbás de Severodonietsk o Sich del partido nacionalista Svoboda–, al tiempo que Ucrania hace lo propio respecto a grupos separatistas y de cristianos ortodoxos como los batallones Somalí, Sparta, Vostok, Oplot, Zaria, Batman y Prizrak, los cosacos llegados del otro lado de la frontera.
En la historia reciente de Ucrania hay un año –de 2014 a 2015– marcado por la tragedia de una guerra civil, periodo en el que se cometieron atrocidades por ambos lados (torturas, ejecuciones extrajudiciales, abusos sexuales, saqueos), sin que nadie pueda determinar en cada caso quién lo hizo primero, concluyó la misión de observadores de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa.
Rusia está convencida de que Ucrania persigue y quiere exterminar a los ucranios de origen ruso, y pone de ejemplo casos impactantes que ocurrieron hace nueve años. El gobierno de Zelensky rechaza que se le acuse de genocidio de los ucranios de origen ruso y enfatiza que en todo el periodo que va de la anexión de Crimea en 2014 a la firma del segundo acuerdo de Minsk en 2015 hubo, según datos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 14 mil 400 muertos entre militares ucranios y combatientes separatistas, de los cuales poco menos de 24 por ciento –3 mil 404 personas– corresponden a población civil de ambos lados.
Moscú asevera que tuvo que intervenir porque Kiev había solicitado su ingreso a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una amenaza que no puede tolerar, aparte de que anunció su intención de adquirir armamento nuclear para recuperar Crimea. Kiev responde que las negociaciones en Estambul, en marzo de 2022, fracasaron después de que Ucrania aceptó renunciar a formar parte de la OTAN y a declararse país neutral a cambio de recibir garantías internacionales de no agresión y de que Rusia sacara todas sus tropas.
Kiev asegura que Moscú rechazó su propuesta de llegar a un arreglo político respecto a la tercera parte en disputa de Donietsk y Lugansk, y de dejar pendiente el destino de Crimea a negociar dentro de 10 años. Moscú afirma que Kiev, siguiendo órdenes de Washington, abandonó las negociaciones usando como pretexto la masacre de Bucha.
Rusia señala que la red de laboratorios que Estados Unidos instaló en Ucrania se utilizaba para desarrollar armas biológicas contra el genotipo ruso mediante, por ejemplo, “mosquitos capaces de portar un virus que contagia sólo a rusos”, hipótesis que el representante de Rusia ante la ONU, Vasily Nebenzia, dio a conocer en una reunión del Consejo de Seguridad. Ucrania no niega la existencia de los laboratorios, pero señala que sólo se usaron para elaborar medicamentos y encontrar soluciones contra toda clase de pandemias.
Mercenarios y presos
Un rasgo distintivo de esta guerra es la presencia masiva de mercenarios. Antes hubo y ahora también hay tanto voluntarios, que se sienten en la necesidad de apoyar una u otra causa, como condotieros que, por algo tan banal como el dinero, combaten junto con los ejércitos regulares.
Pero es quizás la primera vez que a las decenas de miles de soldados de la fortuna –unos hablan de 20 mil, otros aumentan la cifra hasta 50 mil– se sumó un elevado número de condenados por asesinatos, delincuencia organizada, secuestros y otros graves delitos y combaten del lado ruso en Ucrania no para liberar el Donbás, sino por el prometido indulto presidencial si sobreviven seis meses en los campos de batalla.
Este esquema de captación de presos comunes se debe a la imaginación empresarial del jefe del grupo de mercenarios Wagner, el magnate Yevgueni Prigzohin, ex convicto él mismo, que pasó nueve años en las cárceles de la época soviética.
A modo de síntesis, un año después de iniciada la “operación militar especial” devino una guerra en toda regla; el presidente Zelensky continúa en el poder; millones de civiles perdieron todo y se volvieron refugiados en otros países o desplazados internos; decenas de miles de soldados de ambos lados siguen muriendo o quedan con severas lesiones; los combates continúan y tanto rusos como ucranios, que no quieren ni oír de sentarse a negociar la paz, preparan grandes ofensivas para esta primavera.
Con este poco halagador balance comienza un año que será crucial por el desgaste que causa a todos la guerra entre dos pueblos que –desde que los eslavos orientales fundaron la Rus de Kiev, de donde surgieron las actuales Rusia y Ucrania– eran hermanos y ahora se odian.