“Qué chingona es la libertad, me cae. Neta que eso sólo lo sabe un preso”, suspira Oswaldo Chucky Razón al cruzar el último control de salida del penal Neza Bordo, en el estado de México. “Es que no es el mismo aire afuera que adentro, ni el Sol, parece una tontería, porque sí es lo mismo, pero créeme que no sabe igual”, dice el boxeador mientras echa una última mirada a la penitenciaria de la que hace cinco meses salió después de permanecer 30 días. El lugar lo conoce bien, y a sus habitantes, en 2012 estuvo encerrado tres años por robo. Esta vez entra y sale porque no viene por una causa judicial, sino como invitado para un acto del programa Nocaut: No Tires la Toalla, proyecto que busca la reinserción por medio del boxeo y de un taller de perdón.
A la llegada, después de pasar varios filtros de seguridad, Chucky camina con la soltura de quien se sabe en territorio amigo. Lo saludan internos y guardias con la camaradería que dan los años. A lo lejos, en un patio separado, varias parejas conversan tomadas de la mano. Ellas vestidas de rosa, color de las mujeres visitantes; ellos, de azul, internos en proceso judicial. Caminan en círculos, mano con mano y diciéndose cosas que sólo ellos escuchan, es el área de convivencia conyugal. Enseguida se oyen risas infantiles. Provienen de un patio con juegos para niños, el área donde los reclusos reciben a sus familias. Corretean y se divierten como si se tratara de un parque y no de un penal.
Más de 220 mil presos
En México más de 220 mil personas están privadas de su libertad y 40 por ciento no han sido sentenciadas. Más de 70 por ciento apenas tiene educación básica y aquellos que contaban con empleo antes de ser recluidos tenían salarios muy bajos, informa Eunice Rendón, artífice de este proyecto junto al Consejo Mundial de Boxeo.
“No sabemos si son culpables y la mayoría son pobres. Quien tiene dinero paga abogados para salir, ¿qué se hace entonces con esa población que se queda sin saber si son culpables y qué se hace con aquellos que salen de prisión?”, se pregunta Rendón.
“Si tratas mal a alguien, si lo castigas, sólo generas sentimientos negativos. ¿Cómo podemos ofrecerles herramientas que no tuvieron en sus vidas difíciles allá afuera? Este proyecto trata de brindarles esas habilidades a través del boxeo y de un aprendizaje para perdonarse a sí mismos por el daño que pudieron provocar”, agrega.
David Chavarría está convencido de que sin ese trabajo emocional del perdón no sería la persona apacible de este día. Vivió demasiados años rodeado de violencia, sufriéndola y ejerciéndola, sumido en las drogas.
“Yo llegué a creer que sí era malo. O sea, que la maldad sí era parte de mí, que así había nacido. Después de trabajar mi perdón creo que puedo ser mejor persona. Me perdoné por abandonar a mi familia, porque después de años encerrado sólo te queda eso, y sin ella, no la armas, así de fácil”, cuenta mientras posa orgulloso con puños vendados de su nueva identidad como boxeador.
Foto Juan Manuel Vázquez
En el patio del gimnasio ya espera la generación que terminó el programa. Es su graduación. Al otro lado del patio, aguardan los que empiezan. Ambos grupos lucen orgullosos y presumen su diplomas. Algunos esperan sentencia; otros ya saben los años que les falta cumplir. Entre el barullo de los boxeadores novatos de este penal, algunos exclaman que ya sólo les faltan pocos meses para salir. Uno grita, “¡a mí me faltan 25 días!”, todos ríen y lo felicitan. “Nos vas a extrañar”, le dice otro. “Nel, porque ya nos vamos a topar en la calle, carnalito, ya verás que sí”, le responde.
Sparring colectivo
Para culminar el acto ofrecen una exhibición de boxeo. Tiran golpes al aire y a las manoplas, hacen un breve sparring colectivo para mostrar los avances de este programa. El plato fuerte son dos combates entre los internos más avanzados.
Arturo Ayona Cortés es uno de los contendientes. Ya ha ganado campeonatos contra internos de otros penales. Sabe caminar y esquivar golpes. Cuando lanza el jab se nota su poder. Siempre le gustó el boxeo y lo practicaba desde antes de caer preso. Pero antes no había programas de este deporte en los penales. Boxear y las lecturas bíblicas son las actividades que le permiten escapar por algunas horas de los muros de la penitenciaría.
“¡Pégale como si fuera la parte acusadora”, le grita un ocurren-te durante el combate y desata las carcajadas.
“Estoy sentenciado a 47 años, llevo casi 20 encerrado”, cuenta el campeón del penal Arturo Ayona después de su pelea; “sin esto que hago, las paredes se me vendrían encima, es que si no ocupas la mente y el cuerpo en algo positivo te vuelves loco. Volteas y ves una pared y otra y otra y entra una de-sesperación muy cabrona y sientes que te lleva la chingada.”
“Cuando boxeo no estoy aquí en el penal. Es como si todo desapareciera mientras estoy en el ring. Entonces todo es mi pelea y mi rival, sólo somos él y yo, no hay nada más, ni cárcel ni sentencias ni nada”, agrega Ayona.
El público son los familiares de los internos. Ellas de rosa; ellos de rojo, colores reglamentarios. Los alientan como si estuvieran en una arena de boxeo. En realidad están felices por lo avances que notan en los comportamientos de sus parientes presos. Antes del programa, la mayoría de los reclusos llegaban como nudos abigarra-dos de sentimientos que no expresaban. Estaban llenos de ira y deseos de venganza, cuentan las esposas y las madres que con asombrosa fidelidad los visitan con regularidad. Ahora los internos boxeadores sonríen y quieren contar sus experiencias para que sirvan a otros.
“Mi hijo siempre estaba como callado, muy reservado, siempre hablaba de que apenas saliera se iba a vengar de los culpables por los que está aquí encerrado, pero ahora es más comunicativo y tranquilo”, cuenta doña Lupe; “para mí era un suplicio irme cada vez que venía. Irme y ver cómo se queda un hijo solo y preso, como una pesadilla. To-do el tiempo pensando si estará bien, si no está en peligro, si come, pero verlo así como ahora me deja más tranquila”.
Todo termina y empiezan las despedidas. Antes de marcharse, el Chucky trata de decirles algunas palabras a sus ex compañeros de prisión. En el camino a los filtros de seguridad, se encuentra a un viejo amigo. Ya los separa una reja. El boxeador le muestra los cinturones que ha ganado en su oficio. “Cuídate mucho, carnal”, le dice el joven del otro lado de los barrotes; “y sobre todo, no regreses, cabrón”. Ambos se despiden con carcajadas.