El debate de estos días en torno al maíz transgénico, las protestas de grupos de agricultores estadunidenses por las restricciones a la importación y la defensa de las variantes de origen nacional en defensa de la salud de los consumidores, no debe alejarnos de los desafíos de fondo: cómo fortalecer al campo mexicano ante la apertura comercial indiscriminada auspiciada por el T-MEC, y antes el TLCAN, bajo el paradigma de una competencia entre desiguales y, además, con apoyos soterrados para los productores de las dos partes más fuertes del tratado, Estados Unidos y Canadá.
Me refiero a que desde los años 90, mientras México fue eliminando gradualmente, los subsidios a la exportación de la producción agrícola, en este espíritu de libre mercado, nuestros socios comerciales los mantuvieron y en algunos casos los incrementaron bajo fórmulas subrepticias. Por eso, lo esencial no es lo que importemos o no en el tema álgido de esta controversia coyuntural, sino incrementar la producción nacional para reducir y aun eliminar los volúmenes de importación, año con año, no sólo del maíz, sino de otros productos de la canasta básica, como el trigo, el arroz y el frijol.
El problema principal –no de ahora, sino desde hace décadas–, como hemos analizado en este mismo espacio de reflexión, es que el país no ha alcanzado la tan indispensable autosuficiencia alimentaria, condición deficitaria agudizada por la creación del mercado de libre comercio de América del Norte en los años 90, específicamente el 1º de enero de 1994.
Siempre insistiré en que el desarrollo y la fortaleza de un país pasa por la soberanía alimentaria, la disposición de los insumos básicos del consumo humano, y después atender la satisfacción de otras necesidades menos apremiantes, siguiendo el razonamiento de la pirámide de satisfactores del pensador Abraham Maslow. No es casual que la primera potencia económica sea hoy, y desde hace muchos años, no sólo autosuficiente en su dieta alimentaria, sino la principal exportadora de granos básicos.
Debemos congratularnos de que el intercambio global de bienes y servicios por parte de México, la suma de las exportaciones y las importaciones, se incrementó siete veces gracias al TLCAN, pasando de apenas 140 billones de dólares en 1994 a mil billones el año pasado; no obstante, esto no debe conducirnos a ignorar que mientras sectores como el automotriz, el electrónico y el de turismo se favorecieron, otros como el agropecuario –especialmente la producción de granos básicos– no han corrido la misma suerte.
El fenómeno del libre comercio, pues, favoreció a unos sectores y ramas de la producción y perjudicó a otros. Si excluimos las hortalizas, el aguacate y algunos otros productos, el campo mexicano ha sido el gran perdedor: la apertura arruinó a pequeños y medianos agricultores, provocó la pérdida de unos 2 millones de empleos en el sector y obligó a millones de pequeños productores a emigrar a los centros urbanos del país y más allá de las fronteras nacionales, precisamente a los campos y las ciudades de nuestros dos socios comerciales del norte.
El libre tránsito de mercancías agrícolas en nuestro mercado tripartita, sin cláusulas de asimetría para atemperar las desigualdades –beneficios de los débiles que sí prevén otros libres mercados, como la Unión Europea–, no hizo más que agudizar las desventajas de origen de la parte más rezagada, México. Un neoliberalismo sin ningún acotamiento normativo y también, diríamos, sin rostro humano.
El TLCAN, y ahora el T-MEC, propinó un golpe determinante al cultivo de granos y oleaginosas de nuestro país. Para ilustrarlo con cifras, importamos más de 45 por ciento de los alimentos que consumimos, compras que provienen en su mayor parte de Estados Unidos, 72 por ciento. En 2018 se importaron 23 millones de toneladas de granos básicos, equivalentes a cerca de 4 mil 910 millones de dólares. En porcentajes, se compró en el extranjero 82.2 de maíz amarillo, 86 de arroz, 70 de trigo, 13 de frijol y 39.3 de carne de cerdo. En 2021, Estados Unidos vendió a México 15.5 millones de toneladas de maíz amarillo.
Entre los pocos granos que han resistido la embestida del exterior figura el maíz blanco, pues la producción se ha incrementado hasta cubrir la demanda del mercado nacional en 2022, quizá incentivados los campesinos mexicanos más por razones culturales e históricas que por criterios de mercado, por lo mucho que ese alimento representa para nuestra identidad y nuestra genealogía.
Otro importante factor de apuntalamiento han sido las remesas récord de nuestros esforzados migrantes, con las cuales las familias no sólo adquieren bienes de consumo directo, sino también financian y sostienen los sistemas productivos agrícolas de sus comunidades de origen, donde el maíz blanco ocupa un lugar especial.
En suma, es imperativo preservar lo que ha dado resultado en la apertura comercial y revisar lo que no ha funcionado. En todo caso, centrar el esfuerzo en un apoyo decidido al campo mexicano para revertir los efectos de una competencia desigual e injusta, efectos acumulados con los años. Autosuficiencia alimentaria, para un desarrollo pleno, con bases firmes.
* Presidente de la Fundación Colosio