Lima. En un barrio industrial de la capital peruana, una escalera oscura conduce a un refugio secreto en la planta alta. Decenas de activistas quechuas y aymaras descansan en colchones sobre el piso a la espera nuevas manifestaciones contra el gobierno, mientras algunos voluntarios preparan un desayuno de arroz, pasta y verduras, alimentos donados por los simpatizantes.
Uno de los alojados en el refugio es Marcelo Fonseca, de 46 años, quien presenció la muerte a tiros de un amigo el pasado diciembre, cuando enfrentaban a las fuerzas de seguridad en la ciudad sureña de Juliaca. Horas después, Fonseca se sumó a una caravana de manifestantes que descendió sobre Lima para exigir la renuncia de la presidenta interina, Dina Boluarte.
“Nuestra sangre andina es muy ardiente cuando se enfurece”, dijo Fonseca en un español vacilante, cuya lengua materna es el quechua. “Corre a más kilometraje. Eso nos trae hasta aquí”.
A dos meses de iniciada la insurrección, los ánimos están más caldeados que nunca. Las marchas apenas alteran las juergas de trasnoche en los enclaves junto al mar, pero las barricadas furiosas en el campo espantan a los turistas extranjeros y provocan escasez de gas para cocina y otros bienes de primera necesidad.
La represión, que ha dejado al menos 60 muertos, fue la respuesta a las movilizaciones tras la destitución del presidente Pedro Castillo, luego de que intentó disolver el Congreso el pasado 7 de diciembre. Para los peruanos como Fonseca, el maestro rural izquierdista era el símbolo de su propia marginación. En cambio, ven una imperdonable traición de clase en el ascenso al poder de la vicepresidenta Boluarte, con la complicidad de los enemigos derechistas de Castillo en el Congreso.
Inyección de confianza
El impasse le ha dado una inyección de confianza al movimiento indígena peruano.
A diferencia de Bolivia, donde la elección del cocalero aymara Evo Morales a la presidencia en 2006 dio impulso a los indígenas, o Ecuador, donde los grupos étnicos tienen una larga tradición de derribar gobiernos impopulares, los grupos indígenas peruanos bregan desde hace tiempo por ganar influencia política.
Aunque los peruanos de todos los orígenes se enorgullecen de la historia del imperio inca, la población indígena suele recibir un trato desdeñoso, cuando no directamente hostil. Se hace poco por promover el quechua, a pesar de que lo hablan millones de habitantes y es idioma oficial desde 1975. Apenas en el censo de 2017 se preguntó a los peruanos si se identificaban con alguno del medio centenar de grupos indígenas.
Tarcila Rivera, activista quechua y ex asesora de la Organización de Naciones Unidas sobre asuntos indígenas, atribuyó el desdén al racismo arraigado que se remonta a la conquista española.
“A pesar de 200 años de república, la realidad es que los originarios de Perú, los que venimos de civilizaciones prehispanas y precoloniales, no hemos accedido a nuestros derechos y no nos han tomado en cuenta”, afirmó.
Torrente de racismo
Los disturbios actuales han provocado un torrente de racismo. Un legislador en el Congreso expresó que la wiphala (bandera) que representa a los pueblos nativos andinos, es un “mantel de chifa” (restaurante chino barato). Otro llamó a las fuerzas de seguridad a “patear a los revoltosos” hacia Bolivia.
Rivera aseveró que la represión ha radicalizado a los jóvenes. En tanto, el uso generalizado de celulares e Internet durante las décadas de estabilidad económica ha dado a los indígenas mayor conciencia de sus derechos y de la desigualdad flagrante.
El centro de la protesta se encuentra en la zona andina sureña, donde la identidad indígena está más arraigada. La región es la fuente de buena parte de la riqueza mineral de Perú y el lugar donde se encuentran joyas arqueológicas que atrajeron a más de 4 millones de turistas el año anterior al covid-19.
Sus campesinos están entre los más marginados de Perú.
Las desigualdades saltaban a la vista este mes cerca de Cusco, donde un grupo de campesinos montó guardia durante horas sobre una barricada de neumáticos, troncos y piedras. A medida que se alargaba la fila de vehículos varados, estallaba el mal humor de los conductores.
“A mí no me va a gritar, señor, yo estoy hablando con maneras”, gritó un conductor que fustigó a los manifestantes por votar por Castillo, quien antes de llegar a la presidencia vivía en una casa de adobe en uno de los distritos más pobres de Perú. “No dejen que unos sinvergüenzas, que muchas veces son de la misma comunidad, los engañen”, añadió, repitiendo una historia falsa difundida por las élites de que la victoria de Castillo se logró con sobornos, fraude y trampas.
Finalmente, los manifestantes cedieron a la presión y abrieron brevemente el paso tras una arenga contra los “millonarios” y los poderosos intereses que fuerzan a la comunidad a tomar medidas desesperadas.
En Lima, el refugio es un hervidero de actividad al comenzar una nueva jornada de manifestaciones. Listas manuscritas indican las tareas para mantener sanos y limpios los cuartos atestados. Se espera el arribo de decenas de manifestantes de Cusco, a los que se debe alojar en las pocas casas, departamentos y negocios que les han abierto las puertas en la capital, como bases rebeldes clandestinas.
La prudencia es de rigor. Como Fonseca, muchos manifestantes fueron detenidos el mes pasado, cuando las fuerzas de seguridad allanaron un campus universitario a la hora del desayuno, lanzaron gases y arrestaron a cientos de personas. Por eso se les pide que salgan de los refugios de a uno o de a dos, apaguen las luces temprano y denuncien cualquier allanamiento policial a dos abogados de derechos humanos en vigilia permanente. Las ventanas están cubiertas con periódicos y bolsas de alimento para perros.
No obstante, el sentimiento predominante no es el miedo, sino la esperanza.
“Pase lo que pase, nosotros ya hemos ganado”, sostiene Víctor Quiñones.
A sus 60 años, Quiñones es uno de los veteranos del grupo. Dice que en las últimas semanas en la capital se ha fortalecido su voluntad de seguir adelante y dejar de aceptar la situación, o los enfrentamientos inútiles con la policía en su pueblo para tratar de cambiarla.
“Rompimos las barreras y hemos venido en marcha. Y en el camino, mire usted, ese apoyo, esa esperanza”, dijo. “Hemos ganado, porque ahora el mundo lo sabe”.