Acorde con el humor brasileño, el año empieza luego del Carnaval, o sea, a partir del miércoles que viene, miércoles de ceniza.
Lejos del humor brasileño, el año empezó de manera más que preocupante, con seguidores radicales del ultraderechista ex presidente Jair Bolsonaro invadiendo y destrozando las sedes de los tres poderes en Brasilia –algo inédito en la historia del país – y con Lula da Silva, quien había asumido su tercer mandato presidencial el primer día del año, enfrentándose con la catástrofe heredada del peor mandatario de la historia de la República.
Hasta ahora, lo que se ha visto desde que se retomó la democracia, hace poco más de mes y medio, es asombroso. Se constató una tenebrosa masacre de comunidades indígenas, en especial para los yanomamis, el mayor contingente de pueblos originarios en territorio brasileño. También quedó claro hasta qué punto Bolsonaro colocó a sus seguidores en puestos considerados claves en las fuerzas armadas, principalmente en el ejército.
Librarse de militares con claras tendencias golpistas fue otra de las tareas prioritarias que pesan como sombras sobre el gobierno de Lula. Esa tarea se cumple como quien pisa sobre cristal: todo cuidado es poco.
Lograr el delicado equilibrio entre los partidos de las más distintas tendencias que se aliaron a la izquierda y a la centro izquierda significó aceptar concesiones que difícilmente se darían en otra circunstancia. Pero hasta ahora el gobierno sigue flotando. Y si en el ámbito nacional brasileño el escenario sigue siendo un tanto nebuloso, en el internacional el ambiente se clareó rápidamente, tal y como se esperaba.
Entre los innumerables y tensos puntos pendientes, además de los ya mencionados (la cuestión de las relaciones con las fuerzas armadas y la situación de las comunidades indígenas), al menos tres siguen vigentes entre los integrantes del núcleo más cercano a Lula da Silva.
Uno es qué pasará con los seguidores de Bolsonaro, quien sigue refugiado en Florida. Por más que esté claro que su figura sufrió un desgaste contundente, él sigue como líder supremo de amplias huestes fanatizadas.
Cada día surgen más evidencias de que su futuro electoral pende de un hilo, gracias al creciente número de denuncias y juicios que podrían llevarlo a ser declarado legalmente inelegible. Su futuro jurídico también es cada vez más sombrío frente a la perspectiva de que sea llevado a un juicio severo. Lo que inquieta al gobierno es qué pasará no sólo con sus seguidores, sino con los que fueron elegidos diputados, senadores y gobernadores bajo su paraguas.
Tener a un Bolsonaro que sea declarado inelegible es una cosa. Convivir con él en tal circunstancia, otra bien distinta. Resta por saber si logrará actuar como líder de una derecha civilizada.
Otra herencia preocupante es el asombroso –y hasta ahora desconocido en detalle– número de armas distribuidas entre la población civil.
En 2018, víspera de la asunción del desequilibrado ultraderechista al sillón presidencial, había en manos de civiles un millón 300 mil armas registradas legalmente. A fines de 2022, su último año como mandatario, el número alcanzó 2 millones 900 mil, es decir, más del doble.
En los cuatro años de su mandato, el ejército, responsable de autorizar nuevas escuelas de tiro, aprobó mil 483 solicitudes.
En el gobierno del ultraderechista se aprobó más del doble de nuevas escuelas de tiro que en los 10 años anteriores.
Así anda mi pobre país, rumbo a la reconstrucción de la democracia, pero tropezando a cada instante con la herencia maldita del abyecto desequilibrado que descansa en Florida, lejos del Carnaval y de la justicia de su país.