Joven, seguro de sí mismo, Mauricio Rocha Iturbide se sienta con las piernas cruzadas. Lo hace en tal forma que es fácil adivinar que es un quijote andante. Vuelve la cabeza hacia mis libreros y pienso: “¿A quién se parece?” y, aunque sé que es hijo de la notable fotógrafa Graciela Iturbide, busco en su rostro la mirada entre tímida y crítica de su madre.
–¿Nunca te ha pasado, Mauricio, que de repente piensas frente a tu restirador: “¿No sé hacer esto, no me sale?”
–Todo el tiempo, siempre tengo muchas inquietudes, todavía muchas dudas que me dan vuelta en la cabeza. Vivo más en las preguntas que en las respuestas.
–¿Cómo escogiste tu vocación? El talento de tus padres, su sensibilidad, ¿permearon en ti?
–Siempre cuento que sufrí mucho para tomar la decisión de ser arquitecto. Mi papá lo fue y murió joven, a los 60 años. Muy buen arquitecto; edificó la Cineteca, la del cubo en el jardín. Creo que mi padre fue importante para mi mamá, porque ambos venían de familias muy conservadoras y él leía mucho. Tú sabes que mi mamá venía de El Sagrado Corazón, como tú, y cuando ella lo conoció dijo: “Pues, esto me interesa”, y empezaron a salir. Pienso que los ocho años que duraron casados fueron muy buenos para ambos, porque se fueron “revolucionando”, y mi mamá llegó más lejos y mi papá no supo cómo manejar eso. Quizás él no pudo entender el nivel al que había llegado mi mamá. Ese nivel coincide con la muerte de mi hermana Claudia. Yo tenía cinco años, Claudia seis y mi hermano siete; cuando murió Claudia, al año mis papás se separaron. Un dolor de ese tipo te une o te separa. No sabemos exactamente de qué murió Claudia; quizá fue de meningitis, algo inesperado y terrible. Claudia no estaba mal; fue al hospital y cuando le dijeron al día siguiente que ya podía regresar a casa, vivió un día y como pajarito murió. Fue muy fuerte para toda la familia, nuestra peor tragedia, pero también mi hermana se convirtió en el motor de la vida inesperada de mi mamá, siento que todo lo que hizo Graciela después tuvo mucho que ver con superar ese dolor.
Arquitectura y Tarkovski
“Mis papás tenían amigos en común: Felipe Ehrenberg, gente del mundo del arte, pero las familias de mis papás eran de ‘la alta’. Si ellos no hubieran querido transformarse antes, desde que yo era niño, decidieron que yo ingresara a una escuela activa en el sur, el Cipactli, y así se fueron liberando.
“Todos mis primos fueron al Cumbres, al Patria, y mis papás lograron dar el salto. Cuando se separaron, mi mamá vivió en Barranca del Muerto, mi papá al lado de la librería de viejo El Ahuizote, que ahora es mi estudio, en Miguel Ángel de Quevedo. Cuando quieras te invito. En el Cipactli, mis compañeros fueron Gabriel Orozco, los Mallén, los hijos de Mercedes Iturbe y otros muy ingeniosos.
–Gente muy creativa…
–Mis papás construyeron una nueva familia con amigos distintos, rompieron con su medio. En el Instituto Freire, tuvimos amigos que fueron importantes en nuestra formación, gente que está en el mundo del arte. Para mí, estudiar arquitectura me complicaba porque además de arte era una carrera convencional, como corporativa, y eso me molestaba. Pensé mucho en el mundo del cine, pero quería ser como Tarkovski, el de Solaris, a quien vi en la prepa. Lo más importante en la arquitectura tiene que ver con la construcción de la atmósfera, no del volumen. Curiosamente, en el cine de Tarkovski, el tiempo, la atmósfera, son las que impactan a todos, y creí poder llevarlos a la arquitectura, aunque me di cuenta de que corría el riesgo de ser más convencional y conservador.
“Cuando doy una plática, le digo a mis estudiantes que una vez escuché a Tarkovski decir que los cineastas que más le gustaban eran quienes hacían ‘cine del mundo exterior’, comedias y wésterns. Apenas le gustaba el cine del mundo interior, el de Bergman, Buñuel, Spielberg...”
–Los olvidados impactan por su realismo, Mauricio.
–Tarkowski lo declaró antes de morir. Me di cuenta de que la arquitectura es lo mismo. La arquitectura del mundo exterior, centros comerciales, edificios en general, supera a la arquitectura del mundo interior, Barragán, Louis Kahn, Alvar Aalto, Le Corbusier, la que se lanza a experimentar es poca. Siento que ahí reforcé el porqué hago arquitectura al intentar hablar del mundo interior, el que tiene que ver más con el espacio, la experiencia, el tiempo y no con los volúmenes.
Muros como diafragmas
–Pero la arquitectura tiene que ver con el poder.
–Si haces un edificio grande, tu tema es de poder, y a mí me interesa una visión más social y hacer un espacio digno para quien lo habita.
–Cuando pusiste los ladrillos en la casa de tu mamá, en el Barrio del Niño Jesús, La Conchita, donde vivió Manuel Álvarez Bravo, los orientaste hacia afuera en vez de encimarlos como es la costumbre. Pensé que a lo mejor era para que los pájaros tuvieran un perchero o las lagartijas un asoleadero.
–En realidad los diseñé para que el viento y la luz se detuvieran, pero me gusta tu idea. Cuando tú haces un muro hermético, divides; cuando tienes la oportunidad de hacer un muro abierto, y más en un terrenito como el de mi madre, es una manera de permitir que el viento y la luz crucen las estancias y se detengan a lo largo del día en distintos sitios. Eso no deja de ser como la cámara fotográfica. Es como si la arquitectura fuera un diafragma que abres o cierras.
–¿La luz entra de diferente manera?
–A mí siempre me ha gustado como arquitecto rescatar una celosía de ladrillo. Los marroquíes siempre han tenido celosías, pero a mí ver, cómo, en la arquitectura contemporánea, podemos lograr que la gravedad sea volátil. En casa de mi mamá logramos (contra el poder de los terremotos) poner, en vez de columnas de concreto, unos elementos metálicos muy finos, y el último sismo, el de diciembre 2022, no la afectó, porque hicimos una casa más abierta y más ligera. Creo que la investigación más científica es lograr que la arquitectura tradicional, la memoria de una arquitectura que te da el ladrillo y su celosía, la puedas llevar a otra construcción en la Ciudad de México, ahora que la libertad de ser puede ser más volátil.
–Como en las fotos de tu mamá...
–Creo que eso pasa mucho en el estudio de mi mamá; logramos que se abran los espacios, que los ladrillos apunten para que, al final, al entrar la luz, suceda de manera muy linda en la mañana, a veces, y otras veces en la tarde. Eso genera sorpresas, porque uno no es consciente de todo lo que puede suceder con la luz, pero, si tú invitas a que suceda, es muy bonito ver que hay cosas increíbles que suceden sin que uno lo hubiera imaginado...
–Es dar nuevas oportunidades a la luz, Mauricio. He oído decir infinidad de veces que la luz de México es excepcional.
–Muy pocos arquitectos piensan en la luz. De todos los arquitectos famosos que han pasado por México, no tantos fueron sofisticados con el manejo de la luz. Barragán es un caso excepcional, él sí pensó en ella; Legorreta también. Por ejemplo, Pani es un gran arquitecto, pero no estaba tan preocupado por la luz; es delicado lo que digo, pero a Pani le preocuparon otras cosas importantes; a mí me interesan otras. Tú hablabas del Dr. Atl, hay pintores que piensan mucho en la luz, hay otros que eligen otro rumbo. Yo pienso que la luz en la arquitectura mexicana, en la cultura mexicana, es tan vital como nuestros volcanes.
“Acabo de hacer un proyecto: la ampliación del Museo Anahuacalli de Juan O’Gorman para Diego Rivera, que gané por concurso, afortunadamente. Hicimos una ampliación al edificio de Diego y de Juan O’Gorman.”
–Que es un edificio a veces repelente.
–Yo le llamo grotesco, pero pienso que no necesariamente es peyorativo; lo grotesco no es peyorativo. Es un edificio con carácter que nos hace reflexionar sobre la cultura prehispánica y sobre lo que era Diego Rivera. O’Gorman hizo un edificio de piedra sobre un paisaje volcánico; Diego no lo vio, porque murió en 1957, y lo terminaron O’Gorman y Ruth Rivera en 1964. Ojalá hoy existiera la casa cueva en San Jerónimo 162.