Si bien podemos dar como inicio “oficial” de la ciencia la fundación de las primeras sociedades científicas (la Royal Society en Inglaterra en 1660 y la Académie Royal des Sciences en Francia en 1666), no fue hasta el siglo XIX cuando se trazaron las grandes avenidas en los principales campos del conocimiento a través de las obras de los grandes pensadores decimonónicos. El siglo XX, en contraste, fue testigo de la expansión explosiva y de la multiplicación del conocimiento que no sólo llevó a la proliferación de investigadores e instituciones, sino a la especialización y parcelización del conocimiento. Hacia 2015 la Unesco reportó la presencia de 8 millones de investigadores en el mundo, y una “fotografía” o mapa de la ciencia contemporánea basado en el análisis de 20 millones de artículos; develó cientos de disciplinas, campos y especialidades.
Aunque durante la primera mitad del siglo XX, buena parte de las innovaciones científicas y tecnológicas estuvieron ligadas con las guerras, la ciencia se mantuvo como actividad mayoritariamente pública y estatal, realizada por universidades y tecnológicos y por oficinas gubernamentales. Sin embargo, hacia las últimas décadas del siglo pasado y lo que va del actual, tuvo lugar un proceso de reconversión hacia una ciencia de carácter privado con la investigación financiada y finalmente patrocinada por corporaciones y empresas. Para comprender cabalmente lo anterior debe partirse de una distinción clave: las diferencias entre la ciencia corporativa y la ciencia académica. La ciencia corporativa pone la ganancia antes que el interés por el bien común, es secreta o exclusiva, no es arbitrada por pares, y está orientada por objetivos mercantiles. La ciencia académica, aun la realizada en instituciones privadas, por lo común es conducida en establecimientos académicos abiertos, está sujeta a la revisión por pares, y no la orienta ningún fin mercantil, sino el beneficio ambiental, social y humano.
Es en este contexto que se explican las tremendas batallas que se han escenificado en el campo de la ciencia y la tecnología con la llegada del gobierno de la 4T, y que he documentado en mi último libro Las batallas por la ciencia en México (versión digital en: https://rb.gy/vyrjhd). Durante el periodo neoliberal no sólo el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) desvió enormes recursos hacia empresas y corporaciones, y permitió mecanismos ilegales, sino que en las universidades y tecnológicos públicos crecieron los financiamientos privados e incluso la integración de los científicos como socios de las empresas patrocinadoras generando un obvio conflicto de intereses. Esto sucedió en las mayores instituciones como la UNAM y el IPN en campos como biotecnología, biomedicina, química, agronomía, ecología, etcétera.
Hoy, en un claro viraje el gobierno de la 4T ha enviado al Legislativo por iniciativa del Conacyt, la Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación que busca consolidar y reivindicar el carácter humanista de la política científica y tecnológica del país, mediante propuestas que fortalecen a las comunidades, al desarrollo de capacidades y a la soberanía nacional. Esta nueva ley es resultado de diálogos, foros, encuentros y seminarios realizados desde 2019 en los que participaron miles de integrantes de la comunidad científica. La esencia de esta iniciativa coincide con lo que marca el artículo tercero de la Constitución, que mandata hacer de la ciencia un derecho humano, no una mercancía.
Los efectos de este cambio de rumbo comienzan a expresarse. Tras cuatro años de gobierno de la 4T, han aparecido novedosos proyectos financiados por Conacyt en áreas claves de la salud, los problemas socioambientales, la etnobiología, la alimentación, etcétera. Aquí destaca el programa Pies Ágiles, un proyecto de investigación y acción participativa sobre agroecología y soberanía alimentaria que tiene lugar en 18 estados en el que se capacitan a 250 becarios bajo la asesoría de 25 investigadores tutores.
Las universidades Benito Juárez, por su parte, ofrecen 35 carreras en 145 sedes donde estudian más de 45 mil estudiantes y trabajan mil 168 profesores investigadores. Finalmente resulta impresionante lo logrado en el programa Sembrando Vida. Allí 450 mil sembradoras (32 por ciento) y sembradores (68 por ciento) trabajan en 18 mil cooperativas (llamadas Centros de Aprendizaje Campesino) cada una de las cuales disponen de un vivero, una biofábrica y un sistema de riego y la asistencia de jóvenes becarios. Cada ocho cooperativas son asesoradas por dos “técnicos”: uno ambiental y otro social. El primero educa en temas como agroecología, agroforestería, ecotecnologías, control biológico, biofertilización y tianguis alimentarios; el segundo en administración, gobernanza participativa, cajas de ahorro, tejido social, comunalidad y ayuda comunitaria. El número de “técnicos” alcanza 4 mil 500 profesionistas. En suma: ¡una nueva ciencia en acción!