La actual situación sociopolítica en Francia es amenazadora para la estabilidad gubernamental. Brotes de huelgas aquí y allá, en complejos indispensables al equilibrio, contenidos aún por los sindicatos para no ganarse la antipatía pública, manifestaciones gigantescas en la capital y en provincia, movimientos que tambalean la paz social. El detonador de estas circunstancias parece ser la reforma de las jubilaciones que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, pretende imponer a pesar del rechazo y la impopularidad mayoritaria de esta medida. Los franceses se niegan al aumento de los años de trabajo para jubilarse y a las medidas que reducirían las pensiones. El argumento de la imposibilidad financiera de continuar con el estado actual de la jubilación sin alargar la duración laboral no disuade a una mayoría convencida de hallar el dinero en otras capas sociales y no caer, como siempre, sobre las espaldas de los trabajadores. ¿No se encuentra, acaso, el dinero suficiente para ayudar la guerra en Ucrania, por ejemplo, o sostener los beneficios de los privilegiados?
El descontento no se debe sólo a la reforma, pues los cientos de miles de manifestantes provienen de medios diversos: empresas públicas y privadas, obreros y estudiantes, empleados y comerciantes, chalecos amarillos y sindicalistas, personal médico, educativo o de la policía, los llamados extremos de izquierda y derecha... y, últimamente, desfilan también los tractores de los campesinos en las calles de París. En pequeñas aldeas, en ciudades regiones, en la capital. Y, mientras el gobierno se fía del desgaste del movimiento que se apagaría por sí mismo, hay quienes ven venir una rebelión como la de 1968, la disolución del gobierno y elecciones consecutivas El descontento es profundo y general, la reforma de la jubilación es la simple gota que derrama el vaso, un detonador del malestar popular a lo largo y ancho de Francia.
Uno y otro campo se enfrentan droit dans ses bottes (derechos en sus botas), decididos a no ceder un ápice en sus respectivas posiciones... aunque, ante la magnitud de las manifestaciones, pueden observarse algunos pequeños gestos de conciliación de la primera ministra, para ganarse el voto de los republicanos (derecha tradicional) en la Asamblea, donde se decidirá si la reforma es aceptada.
Son evidentes las causas por la cuales los trabajadores se oponen a la reforma. Menos evidentes son los motivos del gobierno para imponerla, so pretexto de quiebra, pues no es urgente y provoca una oposición activa que puede agravarse y conducir a un bloqueo de la actividad económica, si no a la violencia de un levantamiento popular.
Cierto, al presidente Macron le es indispensable ver aprobada la reforma, si no desea ver perdida toda su autoridad para proseguir sus proyectos neoliberales a las órdenes de Bruselas-Washington. No tener la posibilidad de ser relecto, después de un segundo y último mandato, parecería darle gran libertad de acción, pues un electorado es ahora inútil, pero esta misma imposibilidad disminuye su poder al convertirlo ya en parte de un pasado: el suyo. La pasión por el poder parece más peligrosa que la del oro o la gloria, tentaciones siempre insatisfechas, ofrecidas por Lucifer desde las cumbres de la montaña o frente a su abismo.
La situación de Macron invita a reflexionar qué significa un poder limitado por un tiempo regresivo y que, día tras día, se reduce. Para un hombre que gozó de un poder vuelto arrogancia, verse relegado y sin mayor futuro político puede hacer extraviar la razón. De ahí el empecinamiento para imponer sus designios, “cueste lo que cueste”. La actitud de algunos dictadores suicidas, decididos a no morir solos, no se explica en otra forma. El poder absoluto corrompe absolutamente. Y también enloquece absolutamente.
Macron podrá, como otros antes y después, escribir sus “Memorias”. Espejismo de la gloriosa inmortalidad de un pasado sin futuro.