No sólo de pan viven los humanos, pero sí de revolucionarnos; es decir, de rebelarnos con la fuerza de una rebeldía que conlleva acciones transformadoras, no sólo de las palabras que, si a su manera son acciones movilizadoras, suelen limitarse al discurso. Mientras la rebeldía implica acciones que transforman al sujeto que las ejerce e invita a su propagación más allá de uno mismo e incluso por encima de cada uno.
Y es que ha llegado el tiempo de pronunciarse en grupo y actuar con la fuerza de lo social, siendo muchos y muchas más de los que pensamos y escribimos o leemos sobre la urgencia de cambiar el patrón de la producción de alimentos, de su ingestión y sus efectos sobre los consumidores; tantos somos que podríamos reunir a más de la mitad del país alrededor de una consigna que busque privilegiar la salud de nuestros cuerpos y los de nuestros ascendientes y descendientes, recuperando la memoria gustativa y olfativa, sin pasar por la condescendencia de los mercaderes de la llamada gastronomía ni padecer las explicaciones economicistas sobre la producción, la escasez, la elevación de precios…, ni achicarnos ante lo que nos intimida; abusando de una ignorancia que no lo es, pues sí sabemos perfectamente lo que queremos y cómo obtenerlo: con suelos limpios de contaminación industrial, aguas propicias, orgullo y respeto por los saberes campesinos, recuperación de tareas manuales que se fueron aventando a los traspatios de una inmerecida servidumbre de aquéllos a quienes deberíamos servir por ser los productores y transformadores de los alimentos verdaderos, los que construyeron nuestra humanidad con su propia cultura y que hoy celebramos porque les debemos también nuestra identidad…
Se acabó el tiempo de mirar lo que pasa por enfrente y ensucia nuestros paladares, estómagos, pulmones, las autoimágenes deformadas en una sociedad imposible… Se trata de gritar un ¡basta! a las explicaciones economicistas que nos obligan a esperar una vida a la que no llegaremos si no nos rebelamos y recuperamos la salud y la cultura propias mediante la soberanía alimentaria de calidad y en cantidad suficiente para todos los que habiten el territorio llamado México.
Ya no hay más paciencia colectiva para comprender que tratados internacionales nos obliguen a envenenarnos o deformarnos físicamente. Es el momento de un BASTA nacional con conciencia clara para defender nuestros alimentos originales, los que nos dieron una cultura de la que todos estamos orgullosos e incluso exportamos para placer de paladares exigentes en otras latitudes; alimentos que nuestros compatriotas campesinos y artesanos pueden reinventar si, y sólo si, se les dan las tierras y las aguas, la seguridad social y cívica como condiciones para que puedan recuperar el conjunto de insumos que necesitarán para regresarnos a la autosuficiencia alimentaria que aparece como garantía constitucional en el Artículo 4o. Porque, si se tiene la voluntad, no debe haber poder extranjero que obligue a nuestros gobernantes a envenenarse y envenenar al pueblo que los eligió. Abajo y fuera la lógica mercadotécnica. Así como estamos recuperando nuestra memoria histórica y cultural, entendidas como relatos ejemplares y orgullo estético, recuperemos nuestros productos naturales y saberes ancestrales: nada malo podría sucedernos, ¡al contrario!
Pero si algunos no lo creyeran, que se asomen a la lenta e insonora revolución de las clases medias en Europa, que van dejando de lado tecnologías digitales para retomar tierras, aguas, bosques, animales, viejas viviendas y cacharros, a fin de ejercitarse felizmente en la producción de alimentos cuyo gusto se estaría perdiendo.