I. Piedras sueltas
Al paso de las horas, en cuestión de segundos cambió todo; también el nombre del infierno: Kahramanmaras.
II. La poderosa voz
Ese lunes no estábamos allí, pero estuvimos antes: 19 de septiembre de 1985, 7:17 AM. Todo pasó hace muchos años y, sin embargo, cuando la Tierra nos hace oír su poderosa voz, reaparecen los rumores producidos por los pequeños objetos cotidianos al entrechocar, caer, estrellarse contra el piso; se vuelven a oír los maullidos de los gatos que, en su fuga, anunciaban a su manera el desastre a punto de ocurrir; las puertas abriéndose y cerrándose incontrolablemente y sin dejarle paso a nadie.
“¿Qué está pasando?” “¿Oyeron la explosión?” “Lo que sale de ese edificio, ¿es humo?” Desconcierto, rebelión de las cosas, rugido de las piedras; asombro que se volvió silencio, pasos sin rumbo y luego un confuso coro de gritos, quejidos, oraciones, llamados a los que nadie respondió. Son hechos de antes, pertenecen a un pasado remoto que revive cuando la Tierra manifiesta su poder.
III. En sueños
Un relámpago cruza el cielo. Llueve sobre las ruinas bajo las que han quedado los que dormían y no llegaron a despertar, los que consumieron sus últimas fuerzas en lanzar gritos desesperados, los que bebieron sus lágrimas y el miedo a solas, los que intentaron recordar una oración, los que se esforzaron por liberarse de los bloques de cemento pesados como lápidas, los que de un sueño pasaron a otro mucho más largo, sin despertar, sin moverse, sin abrir los ojos y sin ver cómo iban cayendo, ligeros e inocentes, los copos de nieve sobre la cadena montañosa de ruinas.
IV. Es hora de silencio
En medio de la desolación aún quedan esperanzas de encontrar vida en ese laberinto de escombros. Para detectarla es necesario mantenerse en absoluto silencio, reprimir el ansia de llamar a gritos a los que no aparecen, posponer para otra hora los desahogos y las imploraciones. En momentos cruciales lo que se necesita es mantener el oído alerta por si de entre las piedras y el amasijo de objetos deshechos brota un suspiro, un lamento, una súplica, cualquier sonido que signifique: “Estoy aquí”. Es la hora de callarse el dolor.
V. Lenguas de fuego
En las calles se encienden las fogatas. Su calor no vence al frío intenso, no funde el desconsuelo ni atrae a los narradores que quieran contar historias a cambio de monedas. En torno a las fogatas sólo se reúnen los que siguen buscando una esperanza o los perros que esperan encontrar en el lodo la huella de los pasos de sus dueños para seguirla, como antes.
IV. El pacto
Entre los trozos de concreto brota, como una flor, el rostro de la niña de ojos y cabello oscuros. Su voz se escucha firme y serena cuando intenta sellar un pacto con un rescatista: “Señor, si usted nos rescata a mí y a mi hermano, le prometo que seremos sus esclavos para siempre”. ¿Cuánto tiempo significa esa palabra, siempre, para una niña que vive en un presente tan doloroso e incierto? ¿Sabrá el significado de la horrible palabra esclavo?
VII. Quietud
Edificios caídos, paredes fracturadas, sillones sin descanso, escenas de la vida diaria a punto de saltar por las ventanas, pedacerío de vidrios tapizando las banquetas, autos llantas arriba, prendas hundidas en el lodo sin cuerpos que cubrir, miembros triturados bajo las piedras, manos abiertas hacia quien pide ayuda sólo con la mirada, quietud que avisa del viaje que emprendió esa mujer envuelta en una sábana llevándose tan sólo puñados de dolor y quizás una última visión del cielo que esa infernal mañana dejó de ser anuncio de la gloria.
VIII. De la mano
Mientras sigue sosteniendo la mano, ese hombre como de piedra que parece ajeno al frío y al tiempo, tal vez recordando las muchas veces que tomó la mano de su hijita para ayudarla a que diera sus primeros pasos, para guiarla durante sus aventuras iniciales con las letras, para ensayar con ella el juego de adivinarle el futuro. En ninguno de aquellos momentos imaginó que un día iba a pasarse horas manteniendo entre las suyas la mano de su hija muerta a los quince años.
IX. Piedras sueltas
Imposibilitado para moverse, el anciano exclama desde la última ventana del edificio a punto de caer: “Mi nieto tiene sólo año y medio. ¡Ayúdenlo por favor! No lo dejen. ¡Ayúdenlo! No queda nadie más que pueda hacerlo”.