El desparpajo con el que el Presidente y su gobierno abordan el problema económico fundamental revela su falta de empatía con la sociedad que presumen gobernar. De otra manera no se explica su ligereza, por así decir, para abordar cuestiones importantes vinculadas con la economía: el empleo y la ocupación, el ritmo y la consistencia del crecimiento económico o su vinculación con el comercio internacional, a pesar de que en prácticamente todo el globo los estados y los capitales no dejan de buscar senderos transitables para una globalización autista y en crisis; dilemas que para quienes nos gobiernan no reclaman atención ni estudio ya que, se asume, lo que no se ve no existe o, al menos, se presume su trivialidad. Así ocurre hoy con la inflación, que el Presidente cree exorcizar a voluntad, o con el mal llamado peso fuerte con el que el gobierno (se) enfrenta a los males económicos cuya relación con la realidad o con indicadores y perspectivas de la convulsa economía global es nula.
“Vender” estas ocurrencias como razones suficientes de buen gobierno sólo embrolla la necesaria reflexión sobre el estado real de la economía, complicando más el debate político si de lo que se trata es de construir unos sistemas productivos dinámicos, capaces de generar excedentes suficientes y oportunos para proteger a los más vulnerables y pobres cuya magnitud crece sin conmoverse ante las victorias del fideísmo presidencial.
Un gobierno que se despreocupa de la economía no es motivo de alivio, salvo para uno que otro liberal desvelado que todavía piensa que el gobierno y el Estado no resuelven nada porque ellos son el problema. En realidad, mientras más se desentienda el gobierno de gobernar, y argumente que nuestro poderío económico se basa en un peso cuyo valor depende de la elevación de unas tasas de interés de por sí altas, con cargo a una absurda teoría sobre la inflación en la que pocos en el mundo creen, mayores las condiciones para que la desconfianza se extienda y la incertidumbre abrume a más grupos y sectores.
La inversión sigue sin despuntar en la dirección y montos necesarios para poner en movimiento la maquinaria de la producción y el empleo, a pesar de que ha quedado acreditado que sin inversión no puede haber crecimiento sostenido, ocupación ni excedentes para construir futuros deseables y combatir indeseables realidades sociales. Pero todo esto es, si acaso, peccata minuta, exageraciones neoliberales de malignos despistados que no acaban de darse cuenta de que el paraíso prometido por el evangelio de Hayek está a la vuelta de la esquina, gracias al temple presidencial y la obsecuencia hacendaria, con la solícita asistencia de la Junta de Gobierno del Banco de México.
Mal augurio para una temporada en la que las tendencias a la inestabilidad y las derivas especulativas se hacen presentes; las tragedias de fin de sexenio, que muchos creíamos expulsadas de nuestros escenarios, vuelven con fueros y arrestos para cabalgar con otros jinetes del apocalipsis que las crisis y los bichos han hecho despertar. En economía, el autoengaño puede ser tan letal como la soberbia o la vanidad, “pecado favorito” del diablo.