Supongo que fue una buena decisión del actual Presidente de México no arremeter contra los bancos que padecemos. Hubiera sido abrir otro frente de batalla que, tal vez, no se hubiera podido sostener. De ahí que, en un momento dado, hubiera anunciado que con ellos no iba a contender. Abarcar mucho tal vez no le hubiera permitido apretar lo suficiente.
Debemos entender, quizá, que poner en su sitio a tales instituciones verdaderamente rateras sea una asignatura pendiente que legará a su sucesor, siempre que éste se muestre dispuesto a continuar su obra.
Sin embargo, ello no quiere decir que no debamos mantener viva la idea de que tales instituciones, tanto las forasteras como las mexicanas, en un plazo no muy lejano deberán ser obligadas a moderar su voracidad.
Originalmente los bancos mexicanos fomentaban el desarrollo económico del país con base en préstamos con intereses razonables y controlados por el Estado, pero un buen día se pasaron de la raya y el presidente Jose López Portillo les metió un zarpazo cuando los “nacionalizó” en 1982.
Aquello no fue una desgracia tan grande, como proclamaron. De hecho, hubo bancos que alcanzaron un desarrollo mayor que los demás gracias a la excelente administración de quienes quedaron al frente de ellos. El caso más notable fue el de Serfín, con José Juan de Olloqui al frente.
Pero México se preparaba para la derechización y, un sexenio después, con el advenimiento del neoliberalismo salvaje, los principales bancos pasaron a manos extranjeras y, desde entonces, la mata ha seguido dando. Su característica principal es cobrar por todo, hasta para sacar dinero de la cuenta propia, sea cual sea la vía que se siga.
Por otro lado, la guerra contra el dinero en efectivo ha ido ganando terreno y ya resulta difícil que haya transacciones sin que se dejen sentir las uñas de tales negocios. Como es natural, los gobiernos que hemos padecido, desde Carlos Salinas a Enrique Peña Nieto, estuvieron bien coludidos con ellos. Todo parecía indicar que la sangría iría en aumento sin que nadie pudiera detenerla.
Llegaron a darse frecuentes casos de que esos documentos declarados antiguamente, con el aval del Banco de México, de recepción y circulación obligatoria, eran rechazados impúdicamente por ciertas instituciones en aras de obligar el uso de tarjetas de crédito con el consecuente moche para los pulpos correspondientes.
Mas han aparecido recientemente algunas luces en el horizonte: empieza a haber empresas, incluso de buen tamaño, que para liberarse del latrocinio creciente de los bancos, vuelven a potenciar el uso del dinero en efectivo, con lo cual se esquiva el arañazo que los “honrados banqueros” le meten a cada transacción cuando no es así.
No deja de ser sintomático que el mayor de los bancos extranjeros se haya puesto a la venta. Tal parece que columbran malos tiempos para su voracidad y prefieren poner pies en polvorosa antes de que les caiga el chahuiscle. Ojalá resulte así, pero mientras tanto de a poquito aquí y de a poquito allá, los ahorros de la clase media mexicana resultan presa fácil de tales tiburones.