La noche del 15 de febrero de 1898, en el puerto de La Habana, el acorazado estadunidense Maine fue destruido por una explosión que mató de inmediato a 266 de sus tripulantes. De acuerdo con la mayoría de las muchas investigaciones efectuadas desde entonces, salvo una, indican que la tragedia se desencadenó por el estallido de los almacenes de pólvora de la nave. Pero la US Navy salió con una historia distinta: el buque había sido destruido por “una mina”, especie que fue difundida en forma obsesiva y delirante por los diarios de Randolph Hearst y de Joseph Pulitzer. Aun dando por buena la falsificación, era imposible saber quién había colocado la tal mina, si es que había sido instalada y no llevada desde algún lugar por las corrientes marinas. En unos pocos días los medios convirtieron la dudosa mina en un “torpedo español”. Y es que el propósito de semejante invento no era establecer la verdad, sino azuzar a la sociedad estadunidense en contra de España, a la que por entonces pertenecía Cuba, para iniciar una guerra que acabaría por arrebatar la isla al imperio europeo en decadencia.
Así es Washington y no hay motivo para suponer que haya cambiado en más de un siglo transcurrido desde el hundimiento del Maine. A fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Alemania nazi se respiraba el hedor de la derrota, sus ingenieros militares fueron presionados para diseñar un avión o un cohete de dos etapas capaces de llevar bombas sobre objetivos estratégicos situados en la costa este de Estados Unidos. Tales proyectos, conocidos como Amerika Bomber y Amerika-Rakete, eran frutos de la desesperación: el régimen nazi habría necesitado una década más de desarrollo tecnológico para fabricar un misil intercontinental (arma que no aparecería hasta 1959) y un plazo similar para construir una bomba atómica; estaba cada vez más escaso de materias primas y los bombardeos aliados hacían imposible encontrar un sitio seguro para el ensamblaje de tales artilugios. El primero se quedó en un prototipo inservible y el segundo no pasó de la mesa de diseño. Pero las autoridades estadunidenses aterrorizaron a la población de Nueva York con la idea de que podía ser inminente un ataque alemán en contra de la ciudad y organizaron simulacros de desalojo y ocupación de refugios antiaéreos.
Y qué decir de las monumentales mentiras esparcidas por el Departamento de Estado en 2003 sobre las supuestas armas de destrucción masiva en pretendida posesión del régimen de Bagdad. Por aquel tiempo, Colin Powell se desgañitaba en la máxima tribuna de la ONU para alertar sobre ataques con drones que Saddam Hussein iba a lanzar sobre territorio estadunidense. O qué pensar del espectáculo paranoico que la presidencia de Joe Biden montó hace unos días para destruir un globo chino que, meteorológico o espía –crea cada quien lo que quiera– no era motivo de movilización de las fuerzas aeroespaciales de la superpotencia. El paso del artefacto oriental sobre territorio de Estados Unidos fue un pretexto de ensueño para agitar a la opinión pública y hacerle sentir que se encuentra bajo una amenaza inminente y terrible.
Va todo lo anterior por el disparatado y muy canalla documento (https://is.gd/LbY4zY) que firmaron 21 fiscales estatales del país vecino en el que piden a la Casa Blanca que clasifique a los cárteles mexicanos de la droga como “organizaciones terroristas extranjeras”, porque tales grupos delictivos “realizan una diaria guerra química contra los estadunidenses”.
Y en lo que parece un viaje de drogas más que un análisis sereno, los firmantes aducen que la amenaza de los narcos “es aún más grande por los conocidos nexos entre los cárteles mexicanos y las organizaciones como Hezbolah”.
La mención de una epidemia de adicciones causada por empresas farmacéuticas del propio Estados Unidos como una “guerra química” es a todas luces un disparate y la pretensión de catalogar como “terroristas” a los cárteles resulta un disparate mayor: los traficantes de drogas no actúan movidos por un celo político o religioso, sino por el propósito de ganar la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible, en la forma más desregulada y en un entorno altamente competitivo, es decir, son hombres de negocios plenamente instalados en el paradigma neoliberal. Su aliado principal no es Hezbolah, sino Wall Street, que es donde se lava el grueso de las ganancias ilícitas producidas por el negocio, y tienen como socios preponderantes a la CIA –que les diseñó las rutas de la cocaína hace cuatro décadas–, la DEA, que les echa la mano con el blanqueo de capitales y la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego de Estados Unidos, que les ha enviado muy generosos suministros de armas de alto poder.
Lo peligroso de esta perversidad es que si Biden y el Departamento de Estado prestaran oídos a esta perversidad, Washington se consideraría con derecho para asesinar a cualquier persona en territorio mexicano: “Es que era terrorista”.
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