Últimos días de noviembre de 1976. Faltan unas cuantas horas para que el periodo presidencial de Luis Echeverría terminara y el sucesor, José López Portillo, rindiera la protesta constitucional que lo convertirá en Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Estábamos reunidos la “mayoría Parlamentaria” de la Cámara de Diputados en el enorme y bello caserón colonial ubicado en la calle Moctezuma, en el centro de Coyoacán, lugar en el que había instalado sus oficinas de campaña el candidato (ya triunfante) del Partido Revolucionario Institucional. Se trataba de un desayuno (el milésimo organizado por el líder de la Gran Comisión de la “L” Legislatura: don Augusto Gómez Villanueva, quien había dispuesto que cada uno de los presidentes de las comisiones que constituían la legislatura informara, en no más de tres minutos, su proyecto y plan de trabajo por los siguientes tres años. Cuando correspondió el turno a la Comisión de Cine, Radio y Televisión, con un dejo de autosuficiencia (que a 46 años de distancia todavía me avergüenza) crucé, frente a la mirada no muy solidaria de mis pares, el patio en el que se efectuaba la reunión, llegué hasta el estrado presidencial, le entregué un casete televisivo en formato de tres cuartos, que en ese momento pensábamos definitivo, y con más vergüenza de la confesada renglones arriba, le sorrajé un breve pero letal rollo sobre la comunicación audiovisual.
Afortunadamente a don José le encantaba la retórica y se aguantó mi abusivo fervorín. Al darme la mano, sin embargo, yo pronuncié cinco palabras que transformaron todo el lugar y el momento. Dije tan sólo cinco palabras: “Ojalá pudiera verlo, señor Presidente”. No terminaba de desaparecer el sonido de la vocal E, con la que finaba mi breve petición cuando, como una centella (fenómeno natural que es una chispa eléctrica instantánea que brilla entre las nubes y presagia una tormenta), así cayó sobre mí una catarata de reclamos: impertinente, desconsiderado, incomprensivo. Faltaban menos de 72 horas para que rindiera la protesta de ley que lo transformaría de “presunto” Presidente (como él mismo se había definido después de haber sido declarado Presidente electo), en Presidente Constitucional. En estas circunstancias, ¿cómo podía yo atreverme a solicitarle una audiencia sin ninguna consideración a sus personales necesidades, urgencias? ¿Que no acababa de declarar que a estas alturas no había tenido un tiempo para escribir su discurso? Yo, por supuesto contrito y, obviamente confuso, no lograba entender qué había sucedido. ¿En qué momento presenté tan absurda, inapropiada, fuera de lugar, petición? Comenzaba a descender del foro en el que todo esto sucedía, cuando para mi mayor desconcierto oí que el Presidente me decía: “espere un momento, diputado”. Luego giró la cabeza y llamó: “Gustavo (se refería a Carbajal, su secretario particular que estaba pasos atrás), ¿a qué hora termino mañana?” Carbajal le informó: “A las 7:30, con el ingeniero Díaz Serrano y Alberto Isaac”. “Pues quítales cinco minutos para no sé qué cosa urgente, pero a los cinco exactos lo corres”.
No me da el espacio restante para extenderme sobre lo hecho y sentido durante las horas transcurridas hasta las 7 de la noche del siguiente día, hora de mi accidentada entrevista. Un joven teniente fue el encargado de llevarme hasta el despacho e introducirme con otro militar tan joven como él y quien, antes de saludarme, me repitió la instrucción central: “Cinco minutos diputado, cinco”. Al ir a buscar asiento, descubrí que en la otra esquina del minúsculo recibidor se encontraban el ingeniero Díaz Serrano y Alberto Isaac. Me detuve a saludar a Alberto, quien me presentó con el ingeniero de una manera singularmente elogiosa. Le habló de lo que significaba no sólo económica, sino políticamente la concepción y creación del Centro de Producción de Cortometraje y, cuando empezaba a relatarle del documental sobre el proditorio asesinato del presidente Allende y el cortejo fúnebre de Pablo Neruda, se abrió la puerta y, personalmente el presidente López Portillo los invitó a pasar a su privado. (A mí ni me saludó, más bien no me vio. Y mejor, que tal si me ve y exclama: “Cinco minut…”
Sólo puedo decir que fue un lapso tan angustioso para mí como cada vez que me trepo a un artefacto de éstos que se despega de la faz de la tierra y vuela. Pero ya no había vuelta de hoja. Le dije de golpe: “Estoy convencido que yo puedo convertir al Canal 13 en la voz que el Estado y su gobierno necesitan, requiere, para dar a conocer sus ideas, sus proyectos, su estrategia y hasta sus tácticas para ir avanzando, transformando las condiciones que delimitan el mundo en que vivimos, y que la gente sienta y entienda que, cambiar, es posible. Usted puede, señor Presid…” Aquí, de pronto, incontenible, se dio la más estentórea carcajada lopezportillesca que hubiera imaginado. Fue tan estruendosa que lo obligó a sentarse en su sillón y decirme: “No te atufes. Escucha lo sucedido...” Este sucedido será del conocimiento total de quien se atreva a la lectura de la siguiente columneta. Entonces, tal vez nos veremos.