Mario Vargas Llosa entrará en la Academia Francesa el próximo 9 de febrero, algo extraordinario para un escritor que no es nativo de esa lengua, y esta es una noticia que se pierde entre la vocinglería chabacana, que busca arrastrarlo de los pies hasta el frívolo barrial de las revistas del corazón; arrastrarlo desde las alturas de la biblioteca La Pléyade, ese olimpo literario donde está Borges, y están también Proust, Joyce, Kafka y Tolstoi, que no cupieron en los parámetros a veces justos, pero también a veces burocráticos, geográficos o de conveniencia política, del premio Nobel.
De todas maneras, un autor no es recordado generaciones después por formar parte de la lista de los Nobel, como se recordará a Vargas Llosa. Trasciende porque siempre tiene algo nuevo que enseñar, como pensaba Ítalo Calvino; por un solo libro suyo que descubre las claves de la vida, o porque en sus páginas podemos entrar en los laberintos de la condición humana. Un solo libro, un poema, o una línea que alguien pueda repetir de memoria, a como aspiraba Octavio Paz.
Vargas Llosa es el novelista en lengua castellana que desde Pérez Galdós presenta la obra más vasta, 20 novelas, si mis cuentas no se equivocan. Una construcción narrativa de más de sesenta años, sostenida por un afán de exploración incansable que empezó dentro de los muros de un colegio, en La ciudad y los perros, y se ha extendido hasta la Guatemala del derrocamiento de Jacobo Árbenz en Tiempos recios; la vida pública transmutada en las vidas privadas, según la enseñanza del viejo Balzac, lo que da a todas sus novelas una tesitura real, y que por realista no deja nunca de ser política.
Una cosa es que la literatura llegue a enseñar relieves políticos, porque se ocupa de la realidad –si en mis libros hay política es porque la política es universal, decía Darío–, esa realidad que en América Latina asombra y espanta por sus escenarios y personajes siempre anormales, de la dictadura cruel y gris de Odría en Conversación en la Catedral, a la insurrección mesiánica de los canudos en el nordeste brasileño de La guerra del fin del mundo. Y otra cosa son las opiniones políticas del novelista, que es por donde también se busca arrastrar a Vargas Llosa de los pies, la majestad de su obra literaria juzgada tras el lente no pocas veces turbio de las filiaciones ideológicas.
No se es buen o mal escritor según las opiniones o identificaciones políticas, aunque causen desazón en algunos, y rechazo en otros. Un grupo de intelectuales expresó en París el año pasado “su estupefacción”, porque se le otorgara una silla en la Academia Francesa, bajo el alegato de haber dado su apoyo político a candidatos de derecha en América Latina, entre ellos Keiko Fujimori, el caso más polémico de todos por el rechazo que Vargas Llosa mantuvo siempre contra el dictador Alberto Fujimori, tan siniestro como el generalísimo Leónidas Trujillo, de La fiesta del chivo.
Si no estoy de acuerdo con esas posiciones, me irritan, y quisiera que el escritor Vargas Llosa pensara distinto, que pensara como yo pienso. Pero no por eso lo cancelo. La cancelación es reaccionaria, porque niega la libertad, y anula la divergencia. Estoy dejando de ser lector para convertirme en censor. O, peor, convirtiéndome en lector político, que sólo encuentra conformidad, no placer, en leer autores con los que me identifico ideológicamente. Cien años de soledad dejaría de ser lo que es, un monumento a la imaginación, porque García Márquez se fotografiaba con Fidel Castro.
Vargas Llosa, que se pronuncia en favor de candidatos de derecha a la hora de las contiendas electorales, cuando compiten contra candidatos de izquierda, es el mismo que defiende la causa palestina contra las políticas militaristas de Israel; ataca el populismo destructivo de Trump en Estados Unidos, respalda los derechos de los homosexuales, defiende los derechos de la mujer, rechaza el machismo; todo lo contrario de la vieja y nueva derecha confesional que sigue basando su credo en los presupuestos inviolables de la homofobia y la sacrosanta familia apegada al canon de la religión. Y es que también es ateo.
En el mundo de polos encontrados en que vivimos, y cuando las intransigencias no conceden cuartel, las etiquetas se vuelven el recurso más simplificado de la confrontación política. No hay matices en el paisaje en blanco y negro.
Desde que me hice escritor en la adolescencia, Vargas Llosa fue para mí una escuela de construcción literaria. Siempre quise saber, leyéndolo, lo que había detrás del tejido, descubrir las puntadas, volver visibles las junturas invisibles de sus juegos entrecruzados de tiempo y espacio en la narración.
Eso, en cuanto al escritor. Y en lo que hace a la política, puede ser que no votáramos en la misma casilla, pero en algo estamos de acuerdo: en que hoy en día la lucha verdadera está entablada entre democracia y autoritarismo. Y no hay otra escogencia que la democracia.
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