La información contenida en las secuencias de ácido desoxirribonucleico (ADN) es la responsable de que buena parte de las poblaciones nativas de Asia y América carezcan del pliegue palpebral que marca una división horizontal en los párpados superiores de la mayoría de los originarios de África y Europa; en cambio, los ojos de muchos asiáticos y americanos poseen la llamada brida mongólica o epicanto, extensión del párpado superior que se inclina hacia abajo y cubre parte o todo el punto lagrimal.
No es regla de oro ni ley inamovible: hay coreanos, japoneses, chinos y americanos ancestrales que de natura llevan los puntos lagrimales al descubierto, así como hay europeos (especialmente, eslavos y escandinavos) sin rastro de pliegue palpebral y con el rincón interno del ojo cubierto por un epicanto generoso. Las palabrejas aquí usadas ni siquiera denotan cambios anatómicos sustanciales, pues las ventanas de músculos y piel del globo ocular tienen la misma configuración en todo el planeta; se refieren únicamente a pequeñas variaciones de proporción, las cuales no son buenas ni malas, y que además, si el ritmo del mestizaje mundial sigue el ritmo que lleva, van camino a la total insignificancia como identificadores de conglomerados humanos. Pero, eso sí, bridas mongólicas, pliegues palpebrales, grados de pigmentación, anchos de labios y fosas nasales, proclividad a ciertos padecimientos, estaturas y texturas del pelo, no son cosas que alguien escoja, sino dictados de su ADN. Aunque, claro que hoy día hay procedimientos quirúrgicos para todo.
Vayan estos ejemplos para delimitar las responsabilidades de esa mentada cadena polinucleótida a la que el consejero electoral Ciro Murayama mencionó para referirse a una supuesta incapacidad de los mexicanos para ejercer la democracia. Lo dijo así, literalmente: “La democracia no está en el ADN de nuestro país. Fue una construcción frágil, y por eso hay que cuidarla. Y lo que estamos viendo es una especie de contaminación desde el poder del ecosistema democrático que puede asfixiarlo” (https://is.gd/pn7YR5).
Esa declaración es un manojo de tonterías por donde quiera que se le vea: los países (aun México) carecen de ADN, y además éste no determina las actitudes de sus habitantes; no hay ADN católico, democrático, ambientalista, dictatorial, socialdemócrata o druso y además el tal “ecosistema democrático” no existe. La pedantería academicista y pretendidamente culterana de confundir las harinas de los costales y trasvasar términos de un ámbito a otro es riesgosa, porque puede llevar a interpretaciones equívocas. Por ejemplo, de ese dislate podría concluirse que para el (aún) jerarca electoral la población de México es portadora de una carga genética antidemocrática, lo que sería un asunto tan irremediable como el poseer brida mongólica o carecer de ella.
Pero no creo que el doctor Murayama sea tan tonto como para haber pretendido comunicar algo que lo colocaría en un racismo tan simplón como el de Hitler, el cual pensaba que tomando medidas de cráneos podría descubrir a los enemigos de la nación alemana. Sospecho que más bien metió el asunto del ADN en un abuso metafórico muy socorrido y abusado: el de recurrir a esa abreviatura como si fuera sinónimo de cultura, hábitos, educación, reflejos, tradiciones, identidad y cualquier cosa que se les ocurra; es un racismo de arquetipos, más elevado que el de los nazis, sin duda, para el cual los mexicanos somos huevones, los franceses son cochinos, los catalanes son tacaños y los gallegos son idiotas; supongo que Murayama lo dijo como aquel “la corrupción es asunto cultural”, de Peña Nieto, a quien tanto le debe y quien tanto le debe. O tal vez lo sacó de la mercadotecnia, en el que es posible y hasta plausible que el camión Ford modelo tal “lleva la fuerza en los genes”, o algo así.
Aun si ese fue el sentido de sus palabras, Murayama está totalmente equivocado. México lleva en su historia –que no, que no es en los genes, doctor– una lucha democratizadora de siglos contra aristocracias, castas divinas, mafias, burocracias y tecnocracias doradas, secuestradoras de instituciones y reacias al acatamiento de la voluntad popular; se trata de las mismas mafias del poder que urdieron, consumaron y legitimaron los fraudes de 1988, 2006 y 2012, que asistieron a la insurrección electoral de 2018 con un sentimiento de impotencia y derrota y que desde entonces se han jurado promover una contrarrevolución; las mismas que, en defensa de sus privilegios, harán cuanto esté en sus posibilidades para impedir la democratización real y profunda de la sociedad mexicana, la consolidación de la Cuarta Transformación y la regeneración de la vida pública nacional.
En suma, los genes antidemocráticos de México, si existiera tal cosa, serían el propio Murayama, su amigote Lorenzo Córdova –otro racista desembozado– y los barones del dinero y de la turbiedad política a los que ambos sirven.
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