Hasta hace poco tiempo una guerra en Europa, a gran escala y después de los sucesos terribles en los Balcanes, parecía impensable. Pero de buenas a primeras se juntaron varios trágicos sucesos. Un golpe de Estado en Ucrania (2014) al parejo de la decisión de finiquitar la rusificación del Donbás, propició un serio conflicto, precursor de lo subsiguiente. Se desataron entonces acciones armadas de varios años sin que se levantaran las rectoras cejas europeas y lejos de la atención de la gran prensa de ese continente. Llegó entonces lo que parecía un eslabón adicional: la tarea, encomendada a la OTAN, de incluir a todos los países de la antigua órbita soviética bajo su paraguas protector. Se agregaban también a las naciones lindantes con la Federación Rusa, en su parte occidental. A pesar de advertirse como una escalada peligrosa, se siguió torpemente adelante. Una de las líneas rojas marcada con severidad por el Kremlin se había trastocado. Desconociendo la importancia de tan delicada situación el liderazgo europeo, la OTAN y, en especial, la dirigencia ucrania, pidió su inmediata adhesión.
Previamente se había celebrado un referendo en la península de Crimea para conocer su determinación al país de su preferencia. Fue mayoritaria la vocación rusa y la anexión ocurrió de inmediato sin seria oposición. Siguieron otros referendos en Lugansk y Donietsk que sostuvieron dictados similares. Este fue el pretexto esgrimido por Vladimir Putin para desatar la invasión que llamó “operación especial”. Una conflagración a escala que ya dura un año.
Acicateado por Estados Unidos, el liderazgo europeo se unió para dictar una serie de medidas de castigo, por demás severos, a Rusia y, en especial, al liderazgo público y privado de ese país. Un poco antes de este encadenamiento de posturas, de ser casi socio europeo, Putin pasó a ser considerado enemigo primordial. Y así se le ha definido a los ojos del llamado Occidente. Un conjunto de países que condenaron la invasión y, además, se unieron, con rigidez, a las sanciones impuestas. Este conjunto de beligerantes abarca un tercio de la población mundial. Pero otro inmenso agrupamiento de ciudadanos y países disienten de tales posturas drásticas. Unos condenan la invasión pero no sancionan. Otros, por el contrario, respaldan a Rusia.
La política de Estados Unidos se postuló como la más dura de las líneas. Se trata de doblegar a Rusia a través del conflicto ucranio. Su influencia sobre la OTAN es determinante e induce la europea. Fue así durante la presidencia de Donald Trump y continúa ahora con Joe Biden. Han, además, clasificado a China como el rival a doblegar. No permiten su concurrencia como centro de poder mundial. Menos aún aceptan su unión con Rusia. Situación que, por lo demás, ha estado consolidándose cada vez mejor.
En días recientes Ucrania ha presionado por el envío de armas que pueden, si no hacerla triunfar en su lucha, sí, cuando menos, sostener paridad con Rusia. Los tanques modernos han sido punto nodal en este conflicto. Se espera que logren, al menos, un balance de fuerzas. El liderazgo europeo se ha dejado empujar, tanto por Estados Unidos como por algunas naciones limítrofes, en particular por Polonia y los países bálticos que han adoptado peligrosas posturas guerreras. El premier alemán y el presidente Macron, de Francia, cedieron a presiones después de mucho litigar en contra. Están conscientes de que mejores armas a Ucrania harán más cruda la guerra e inducirán peligrosas decisiones adicionales de los contendientes. Mientras, es esperable una escalada por la parte rusa que puede preparar otras sucesivas. Los cálculos, muy en boga en los centros de análisis y prospectiva europeos, partían de predicar el deterioro de la economía rusa y el quiebre del poder de su presidente. Asuntos que ha estado lejos de suceder. Rusia se fortificó con reclutas y armamento. Esta circunstancia ya se hace sentir en el teatro de guerra.
Mucho de lo que ha estado sucediendo en todos los entornos de poder europeo apuntan a que la belicosidad inicial se ha manejado de manera torpe. Su continuación bien puede ser el escalón que incremente la guerra. Los pueblos alemán y francés no desean ser enemigos de Rusia y así lo han declarado sus guías, pero éstos se dejan intimidar y titubean. Las consecuencias económicas para las poblaciones del continente han sido dramáticas por la carestía desatada. Las pérdidas en todas las economías son datos duros, comprobables. Sólo Estados Unidos ha salido ganador, pese a que padece un proceso inflacionario severo.
Qué tanto el liderazgo de estas naciones en conflicto pueda manejar, con eficacia, cordura y humanidad, la ríspida y delicada situación generada, propicia acendradas dudas. Llega, de nueva cuenta, el recuerdo de la nula capacidad del liderazgo –militar, diplomático y político– que desencadenó la Primera Guerra Mundial.