Entré a trabajar en el Castillo de Chapultepec en 1977. Conocí allí a dignos custodios que resguardaban las salas del museo y procuraban que los ruidosos estudiantes guardaran el debido respeto a la institución; a espléndidos museógrafos y restauradores, capaces de convertir piedras deterioradas por el tiempo en magníficas evidencias históricas; a dedicadas asesoras educativas y guías, que transportaban a los niños a los más diversos episodios de nuestro pasado; a ebanistas y electricistas de lujo, y a cultos y abnegados curadores.
Al diferencia del Museo de Antropología, estación de paso obligada para extranjeros, al castillo lo visitaban colegiales que se iban de pinta a Chapultepec, peregrinos que el 12 de diciembre combinaban la visita a la Basílica de Guadalupe con el recorrido por el templo donde se rinde culto a los santos laicos y turistas del interior de la República.
En la Sala de la Conquista Religiosa podían encontrase a fervientes creyentes santiguarse ante los cuadros de los primeros dominicos porque “eran santitos muy milagrosos”, buscadores de inexistentes cofres del tesoro de Maximiliano y Carlota, y curiosos que deseaban ver tras las vitrinas los uniformes de los Niños Héroes.
En sus bodegas se topaba uno con la pata de palo, presumiblemente de Antonio López de Santa Anna, daguerrotipos y las más diversas banderas y estandartes.
Los trabajadores contaban con detalle las fastuosas fiestas que en el monumento histórico realizaba doña Carmen Romano de López Portillo, esposa del presidente, acompañada por Uri Geller, el ilusionista israelí-británico, capaz de doblar con el poder de su mente las cucharas de la vajilla Christofle. A la mañana siguiente de la pachanga, las gallardas armaduras de los conquistadores hispanos, amanecían con vasos de cubas en sus manos, como si hubieran sido ellos quienes los que habían bebido hasta caerse. Los guardianes del museo eran contratados para servir a los invitados.
Hechos parecidos se repetían por todo el país. En la zona arqueológica de Tula, Hidalgo, un candidato a gobernador del PRI organizó una cabalgata entre Atlantes y pirámides. Políticos y empresarios celebraban en palacios coloniales bodas, eventos filantrópicos para tranquilizar su conciencia, conciertos de gala para presumir su estatus y ceremonias de 15 años. Majestuosas pirámides servían de escenografía para espectaculares anuncios comerciales
La situación era tan escandalosa, que, el entonces director del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Gastón García Cantú, se entrevistó con López Portillo para solicitarle que impidiera las fiestas de su esposa. El presidente le respondió que el cuerpo diplomático ya había sido convocado y, por tanto, no podía cancelar el acto. El historiador (al que habría que organizarle un gran reconocimiento nacional) insistió en que el castillo estaba en peligro y le propuso que el Ejecutivo federal expidiera un acuerdo prohibiendo que los centros históricos o prehispánicos fueran sitios de reuniones sociales. Finalmente, el mandatario aceptó, aunque la francachela de su consorte no fue cancelada. El decreto contó con el aval de la comunidad científica, académica y laboral del instituto.
Cuando fui nombrado secretario general del sindicato (D-III-24, sección 11 del SNTE) recorrí junto a mis compañeros del comité ejecutivo todas las instalaciones del INAH en la Ciudad de México, realizando asambleas para escuchar la problemática de los afiliados y buscar resolverla. Más adelante, junto a otros camaradas, fui a gran cantidad de las zonas arqueológicas y museos del país, que entonces estaban abiertos al público, en parte democratizando delegaciones sindicales ya existentes o formando nuevas.
Durante 15 años laboré en el INAH. Esas jornadas y el estrecho contacto con los trabajadores y sus chambas me dieron una visión privilegiada de la institución. En el personal había una verdadera preocupación de apropiarse de la materia de trabajo y defender su misión. No era un diagnóstico individual, sino el resultado del trabajo colectivo de compañeros. Menciono, entre otros muchos, sólo tres, que ya no están con nosotros: el fotógrafo Jorge Acevedo y los gestores del patrimonio cultural Alfonso Villa y Lydia Salazar.
La lucha del INAH contra gobernadores, empresas inmobiliarias, consorcios turísticos, centros comerciales, grupos mineros y proyectos desarrollo gubernamentales era una batalla similar a la de David contra Goliat. Lo ha seguido siendo a lo largo de todos estos años, con variados resultados Recuerdo los dolores de cabeza que esta desigual guerra le provocaba al profesor García Cantú, especialmente su defensa del Centro Histórico de Puebla. Y el enorme compromiso de arquitectos, restauradores, arqueólogos y trabajadores en general para defender el patrimonio histórico del capital depredador y de la “modernización” salvaje.
Para muchos millonarios y políticos es inadmisible que los bienes históricos y culturales no puedan convertirse en mercancías. Exigen, reiterada y sostenidamente, de manera abierta o soterrada, su desamortización, esto es, su paso a manos privadas. Justifican su posición en nombre del crecimiento económico y creación de empleos. En realidad, para ellos, mantener públicos esos bienes les impide hacer negocios. De paso, desean, apropiarse del capital simbólico que esas obras proporcionan, para darse lustre con ellas. El instituto y la legislación federal que ordena su funcionamiento son un problema para ellos.
El INAH se fundó el 3 de febrero de 1939, por mandato del presidente Lázaro Cárdenas. Más allá de los problemas que puedan existir dentro, de su carencia estructural de presupuesto y de la tensión permanente que vive con otros intereses, ha sido y sigue siendo, una institución fundamental en la defensa del patrimonio histórico. Reivindicarlo y celebrarlo es defender nuestro legado.
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