Con ciertas dificultades Herminia se quita la argolla de matrimonio que tiene grabada por dentro la fecha de su boda. “He engordado”, murmura cuando pone la sortija sobre la mesa, junto a la pluma y la hoja de papel que necesita para someterse a la prueba que se ha impuesto. Inhala con fuerza, como quien va a remontar una cuesta muy pesada, y empieza la rutina que consiste en abrir y cerrar la mano veinte veces sin interrupción.
Su geriatra le ha dicho que con esa sencilla terapia es posible que su dedo anular recobre algo de la agilidad y la fuerza que ha ido perdiendo. Esa falla, además de preocuparla, le provoca irritación porque la hace cometer errores cuando escribe, o le dificulta actos tan elementales como abrocharse el suéter, ensartar la aguja o ponerse los aretes.
En cuanto termina el ejercicio, Herminia toma la pluma y escribe sobre el papel la palabra que desde hace días la obsesiona: “creogenizar”.
Ignoraba la existencia del término hasta que lo leyó en un artículo del periódico acerca de otro logro científico asombroso: la posibilidad de mantener congelados (creogenizados) los cuerpos de personas fallecidas, en tanto los investigadores descubren el tratamiento para devolverlos a la vida y, lo mejor, provistos de sus facultades, experiencias anteriores y todos sus recuerdos. “¿Los buenos y los malos?”, se preguntó Herminia, dudando de que el logro científico fuera real o sólo un tramposo avance de una serie de ficción.
II
Herminia tacha la palabra “creogenizar” y escribe lo primero que se le ocurre, la fecha, sólo para ver si el ejercicio ha disminuido en algo la rebeldía de su dedo y la deformidad de su letra. Suspira con desaliento al ver que no hay mejoría y piensa qué hará cuando, tal vez en menos tiempo del que imagina, otros dedos se insubordinen y pierdan movilidad.
Molesta consigo misma, Herminia se reprocha tener pensamientos tan negativos, pero la posible rigidez de sus manos le despierta curiosidad acerca de si “resucitadas del futuro” podrían ser todas las personas que lo dejen establecido antes de su muerte o sólo aquellas con méritos y dinero suficientes para ganarse el privilegio de revivir. Sabe que la respuesta está fuera de su alcance tanto como el pagar el costo de la “creogenización.” No lo lamenta, pero se pregunta si le gustaría salirse de la eternidad y volver al mundo después de diez, cuarenta o quién sabe cuántos más años de haber estado, quietecita, dentro de un bloque de hielo.
Esas imágenes que empiezan a divertirla también la asustan; sin embargo, no puede escapar del juego de las posibilidades y se plantea otra incógnita: cómo sería el largo viaje desde el más allá hasta la Tierra, pero, ¿a dónde exactamente? La respuesta es automática: “A esta ciudad, ¿a dónde más?”, aunque de seguro, para el momento de su retorno, ya habría sufrido tantos y tan profundos cambios y mutilaciones que ella terminaría por sentirse en un mundo desconocido, perdida en un intrincado laberinto de calles intransitables por atestadas.
En cuanto a la casa donde ha pasado la mayor parte de su vida, comprende que sería imposible llegar, abrir la puerta y meterse como si estuviera regresando del trabajo o de una excursión a Las Estacas. Es más que seguro que ya estaría ocupada por personas desconocidas que, haciendo uso de sus derechos, habrían cambiado el color de las paredes, abierto ventanas o techado el jardincito frontero para convertirlo en una habitación adicional, en bodega o vaya a saberse en qué.
Esa especie de allanamiento, que aun ficticio la incomoda, no sería tan grave como descubrir que, para el momento de su “resurrección”, es posible que ya hubiera muerto la mayor parte de sus conocidos. En cuanto a los sobrevivientes, ¿cómo actuarían ante ella? ¿Como si nada hubiera pasado y continuarán la relación y las conversaciones interrumpidas por la muerte? ¿La verían como un antiguo vecino que se mudó y después de mucho tiempo regresa y por lo mismo necesita información práctica para que vuelva a familiarizarse con el barrio?” O, ¿qué más?
Sin que Herminia se lo proponga, vienen a su cabeza otras posibilidades ante su “renacimiento”: que sus conocidos y vecinos huyeran de ella como de un fantasma o un enfermo contaminado por la muerte; o bien, que formaran un círculo a su alrededor para darle a entender que ella debe vivir aparte, segregada de la comunidad a la que hace muchos años dejó de pertenecer porque murió, es decir, hizo el viaje del que nunca nadie ha regresado, entonces, ¿por qué ella sí?
Herminia piensa que podría desactivar su desconfianza y sus dudas hablándoles de su sometimiento al proceso de creogenización que le había permitido volver a la Tierra, ansiosa por continuar su vida desde el día, el mes y el año donde la había dejado, según consta en su lápida.
Inevitablemente, su explicación despertaría nuevas curiosidades. ¿Qué diría cuando alguien le preguntara por cuánto tiempo iba a quedarse entre los mortales? La idea de volver a despedirla les causaría tanta o más tristeza que en la ocasión anterior. ¿Estaba enterada de cuántas veces más podría esperar, metida en hielo, el momento de volver? ¿El número de oportunidades de regresar del más allá era limitado o infinito?
En su último retorno, ¿qué encontraría? Tal vez nada del mundo que fue suyo y, peor aún, a nadie con quien compartir el amor, los secretos, la música, los sabores, los sueños. “Sería horrible”, murmura y observa su mano izquierda, en cierta forma responsable de su caída en un juego fascinante y macabro.
Cierra los ojos y se concentra en los rumores de la calle. Siempre le agradan, pero hoy de una manera particular, porque los oye como si fueran un saludo a coro. Sonriendo, toma la argolla de bodas, la inserta en su dedo y siente que se casa otra vez con la vida, con su única y maravillosa vida.