Hay una tentación que suele asomar la cabeza, provocadora, en todo ámbito que aspira a transformar la realidad. Emerge seductora ante la evidencia de que las utopías deseadas acostumbran a requerir de más adeptos de los que se cuentan. Es en ese momento de debilidad cuando el pequeño demonio trepa hasta el hombro y susurra: si las cosas fuesen un poco peor, quizá la gente se daría cuenta de la necesidad de cambiarlas. Es una hipótesis válida que cuenta con adeptos coyunturales y creyentes religiosos. Pero tiene un pequeño problema: salvo contadas excepciones, la realidad se encarga de desmentirla una y otra vez.
Los carteles de “todo va a salir bien” poblaron ventanas y balcones durante lo más crudo del confinamiento causado por la pandemia en Europa, en 2020. Vamos a salir mejores, nos dijeron. Nos dijimos. Pero lo cierto es que, en un año, el consumo de antidepresivos en el Estado español se elevó 10 por ciento y el de antisicóticos, 7 por ciento. Estamos tocados. Son síntomas de un malestar general que seguimos empeñados en tratar individualmente.
También nos repetimos que la pandemia puso negro sobre blanco qué era lo realmente importante para sostener la vida: una sanidad accesible y universal, un sistema de cuidados justo y organizado. Quizá ya lo sabíamos, pero comprobamos que sobran ricos y faltan enfermeras. Pero la consecuencia no ha sido la que cabría esperar. Siguen faltando médicos y los ricos son más ricos. Según el último informe publicado por Oxfam este mes, el uno por ciento más rico del mundo ha ganado el doble que 99 por ciento restante durante los dos últimos años.
Cambiando de tercio, la emergencia climática se ha hecho más presente que nunca en los dos años recientes. Ha dejado de ser el reto que vendrá para convertirse en la crisis que vivimos. Se han anunciado lluvias de millones para agilizar la llamada transición energética, vendiendo el fin del suministro ruso de hidrocarburos como una oportunidad de oro para acabar con la dependencia europea hacia el petróleo y el gas que importa en casi toda su totalidad. Bajo la óptica del “cuanto peor, mejor”, la ocasión para cambiar de rasante y, de un golpe, reducir la dependencia hacia el suministro energético de países foráneos y mitigar la contribución al calentamiento global, era inigualable.
Pero nada de esto ocurrió. Para sustituir el gas ruso, se ha quemado carbón –el combustible más contaminante– como hacía décadas que no ocurría. Y junto a ello, se han incrementado las importaciones de gas y petróleo de Estados Unidos y las naciones del Golfo Pérsico, aumentando la dependencia, sobre todo, hacia Washington, cuyas empresas fósiles están haciendo su agosto gracias a la guerra en Ucrania. El saldo para Europa, donde la energía continúa estando mucho más cara que dos años atrás –también debido al choque con los límites biofísicos del planeta que se acostumbra a obviar–, es paupérrimo. Como botón de muestra, la inflación. Para este viaje no hacían falta semejantes alforjas.
Ni la pandemia, ni la agudización del calentamiento global, ni el estallido de la crisis energética han servido para espolear agendas transformadoras en los últimos tres años en Europa. Seguimos caminando como zombis hacia un abismo que bien puede hallarse en Ucrania, hacia donde viajan ahora mismo decenas de tanques alemanes y estadunidenses. Carros de combate germanos apuntando a tropas rusas en 2023. What time to be alive, dicen las redes.
Berlín apenas ha resistido dos semanas la presión del bloque de la OTAN. Ha cedido una vez, Estados Unidos ha decidido también enviar sus tanques. Macabro arreglo. “La idea de que vayamos a enviar equipo ofensivo a Ucrania, con aviones, tanques y tripulaciones americanas se llama tercera guerra mundial”, dijo Biden en marzo de 2022. Los tanques están a punto de llegar. ¿Lo siguiente serán los aviones?
Que Putin inició de forma criminal esta guerra invadiendo Ucrania es difícilmente rebatible. Que el pueblo ucranio tiene todo el derecho de resistir también está fuera de toda duda. El envío de armamento ofensivo por parte de naciones de la OTAN, sin embargo, se enmarca en otro ámbito. Si hablásemos sólo de solidaridad hacia un pueblo ocupado, los palestinos hace años que pilotarían tanques Leopard para defenderse de Israel, que en lo que llevamos de 2023 ha matado a 29 personas en Cisjordania. O qué decir de los saharauis.
Hablamos de otra cosa. Hablamos de alimentar una guerra en la que un contendiente posee armamento nuclear. Europa tiene, o tenía, ante sí dos opciones: buscar una negociación que ponga fin al conflicto –sacudiéndose de paso el yugo estadunidense sobre su política exterior– o apostarlo todo a una derrota de Rusia. Un invierno cálido ha instalado en las capitales europeas la idea de que esta segunda opción es viable. Y es cierto que Moscú puede no ganar, pero pensar que puede ser derrotada sin que recurra antes a mayores cotas de violencia y mayores calibres de armamento sólo puede achacarse al pensamiento mágico. El mismo que opera en quienes defienden, contra viento, marea y evidencia, que cuanto peor vayan las cosas, más opciones hay de cambiarlas.