El pasado 24 de enero, el diario español El País tituló una entrevista con dos consejeros electorales del INE, Córdova y Murayama, así: “La democracia no está en el ADN de la sociedad mexicana”. Me llamó la atención la abusiva alegoría de parte de dos servidores públicos que tienen a su cargo contar y computar votos. Durante dos siglos, las metáforas socio-biológicas han sido usadas por la derecha para presentar como patologías todo aquello que rechazan: las autonomías de mujeres, trabajadores, jóvenes, y masas. El lenguaje de la biología se ha explotado para justificar las peores políticas: la histeria para no darles el voto a las mujeres, el infantilismo para no hacer efectivos los derechos laborales, que los jóvenes eran influenciables para desacreditar sus protestas, que el anonimato de las masas hacía que los individuos que la componían abjuraban de toda restricción racional. Además del exterminio de judíos, gitanos, comunistas, pacientes de siquiátricos, personas con discapacidades y homosexuales con base en una pretendida acumulación de “genes débiles”, otro ejemplo terrible fue el de las mediciones del cráneo para leer en ellas la criminalidad y que sirvió de justificación para negarles la entrada a los inmigrantes a Estados Unidos. Cualquier conclusión política o moral extraída de la observación de la naturaleza conduce al pensamiento fascista. Éste ve como “naturales” tanto las desigualdades –que confunde alevosamente con las diferencias– como las jerarquías de un sistema de dominación.
Decir que existe un ADN democrático o autoritario es presuponer que hay algo hereditario, que se acumula, de generación en generación, en la esencia misma de algo llamado “sociedad mexicana”. Como se acumulaba la “degeneración” en los barrios proletarios de finales del siglo XIX. Como se acumulaba el “militarismo” en Alemania o la “negligencia” en África o el Caribe. Atribuirle un rasgo moral a toda una sociedad a partir del estereotipo que enceguece a sus servidores públicos está cargado de exclusiones históricas que no pueden reconocer. La declaración del ADN democrático me remite, en el siguiente eslabón, a su “tratamiento”: la eugenesia política. El término se recuerda por su origen: el primo de Darwin, Francis Galton, propuso a inicios del siglo XX una política de “mejoramiento de la raza a través de la crianza racional”. Ello sirvió de justificación “científica” al exterminio de ciertos individuos por sus rasgos visibles. Cuando se usa el ADN para hablar de un régimen político como la democracia lo que se está implicando es que existe un “mejoramiento” que iría de una escala de “barbarie” (el autoritarismo) a otra de “civilización” (la democracia). Y que habría entonces una forma de eliminar a los que carecen del “gen democrático”, es decir, los antes excluidos de los asuntos públicos, los plebeyos, los pobres, los que, como dice el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, “no votan bien”. Un término muy parecido al del dictador Porfirio Díaz que creía, de acuerdo con su época, que existía el “progreso” y que había toda una mayoría que no estaba preparada para la democracia, porque la política era un émulo de la escalera de las clases sociales. Así, veía la democracia como un sistema que sólo las clases medias podían ejercer. El problema es que ya no estamos en el siglo XIX y en México los servidores que deben cumplir con contar el voto universal tienen una regresión a negarle a las mayorías ese derecho.
Si entendemos la democracia como un método para tomar decisiones con la participación más amplia de los interesados, se ejerce masiva y diariamente en México: por ejemplo, en los 92 mil comités de presupuesto participativo de las escuelas primarias públicas; en las 2 mil 456 asambleas de “usos y costumbres” para elegir autoridades en los 32 estados; en las 39 mil organizaciones civiles; en cada asamblea ejidal, sindical, de maestros, estudiantes, inquilinos, colonos, vecinos. Todos los días se debate, se vota y se toman decisiones en todo el país. Mientras existió el Partido Único, el PRI, en México se fue haciendo una práctica democrática por fuera del partidote, de sus controles, y de su idea de que “hacer política” era sinónimo de engaño, traición, y confusión. No se podría explicar la democratización si no es a partir de todas las luchas sindicales, estudiantiles y políticas que presionaron para abrirla y ampliarla. Y es una conquista de quien tuvo que participar en política para sobrevivir: los pobres, los excluidos, los que no tienen poder salvo cuando se juntan. Justo a los que les negaba la democracia Porfirio Díaz, presa del evolucionismo social que no creía que necesidad y politización estaban íntimamente vinculadas.
Pero ¿a qué se habrán referido con ADN democrático? Hay que recordar que el consejero presidente, Córdova, comparó un encuentro con los padres de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa y con una comunidad indígena con las “crónicas marcianas”, es decir, algo fuera del mundo conocible. También habría que recordar que él mismo confesó que el área de “cultura cívica” del órgano electoral tomó como base los cursos del ejército de ocupación después de la derrota nazi en Alemania. Es decir, emplearon un método que se usó tras una dictadura fascista, tras una derrota militar. Desconocen, por lo tanto, cómo el proceso de democratización popular se desplegó en México desde finales de los años cincuenta del siglo XX. La llamada Bundeszentrale für Politische Bildung, la Agencia Federal de Educación Cívica de Alemania Federal, ahora es una app con 38 preguntas para decirle al usuario por qué partido votar según sus propias respuestas. El problema es que se confunden causa y efecto. La política reconstruye la identidad de una comunidad y no al revés. La política no obedece a la identidad, ésta se recombina conforme a aquella, sea en su dimensión de acontecimiento, sea en la práctica cotidiana. Lo que la frase instantáneamente célebre de los consejeros exhibe es esa ceguera de lo que sucedió en 2018 ante sus ojos: la política como una identidad de la plebe, el método democrático con una historia profunda y desde abajo y, por supuesto, la inexistencia de la “genética” en política. Como lo escribió Bolívar Echeverría: “La cultura es un cultivo crítico de la identidad; todo lo contrario de resguardo, conservación o defensa”. Por eso no existe tal cosa como una “genética” autoritaria o democrática. Lo único que queda de la frase es sólo su banalidad.