Fernando Camacho Servín
Muchas veces, la diferencia entre seguir atrapado en el enojo o dar el paso de superarlo depende de las acciones más sencillas, pero al mismo tiempo más íntimas: escuchar, respetar, entender al otro y ponerse, por un momento, en su lugar. O al menos intentar hacerlo.
Con esa estrategia, los impulsores del método APAC emprendieron en México el año pasado un proyecto piloto con un conjunto de mujeres adolescentes que se encontraban privadas de la libertad, quienes al término del proyecto notaron cambios importantes en su forma de ver la vida y a sí mismas.
Herederas de una realidad violenta y compleja, en la que para sobrevivir es necesario ser “más malo” que los demás, las jóvenes pudieron acercarse a un modelo cuyo propósito es brindarles amor y confianza, pero sin dejar de lado nunca la disciplina.
Las personas que pusieron en marcha este experimento y lo vivieron en carne propia, ya sea como organizadoras, internas o familiares de las chicas, dan su testimonio de lo que para ellas marcó de forma clara un antes y un después.
“Nos sentíamos solas. Por eso era nuestra furia”
Aunque pronto cumplirá 20 años, Rosalía - - nombre ficticio para proteger su identidad--sigue conservando un poco el timbre de voz de una niña. Nada en su gesto ni en la forma sencilla en la que se expresa dejan ver que, a su corta edad, ya tuvo que enfrentar un proceso penal por un delito grave, del que prefiere no dar mayores detalles.
Viéndola hablar, sosegada y tranquila, es difícil imaginarse que en algún momento fue una chica “furiosa” –como ella misma define—que buscaba en quién replicar la misma violencia que ella percibía a su alrededor.
En entrevista con La Jornada, recuerda que al llegar al Centro de Internamiento para Adolescentes “Quinta del Bosque”, donde más tarde conocería el método APAC, “la convivencia entre internas y custodias era crítica, no había respeto ni límites. Entre compañeras siempre eran discusiones, pleitos por cosas que no tenían sentido”.
Un motivo constante de roce entre las chicas internadas eran los robos que se hacían mutuamente y la ausencia de respeto por cualquier tipo de regla. “Nos sentíamos solas, por eso era nuestra furia y por eso éramos agresivas, por lo mismo de que no hallábamos ni en qué entretenernos. No teníamos un plan de vida ni estabilidad”, define.
Al conocer el método APAC –basado en una serie de pláticas y talleres sobre temas de trabajo, espiritualidad, familia y valorización humana, además de servicios de asistencia jurídica, educativa y sanitaria—las jóvenes poco a poco fueron saliendo de su caparazón.
“Cuando llega APAC, nos damos cuenta de que sí podía haber convivencia entre compañeras y no siempre agresiones, además de socializar con las custodias, porque el trato con ellas siempre era de forma muy grosera y con abusos de autoridad”, recuerda.
Rosalía lo pone en términos sencillos, pero contundentes: “algunos cometemos errores más fuertes y otros menos, pero todos somos seres humanos”. El haber recibido un trato digno la ayudó a ir controlando su enojo y tener un plan de vida, que en este momento es terminar la preparatoria y después dedicarse de lleno al diseño gráfico y de moda.
APAC, dice, “es una segunda familia y para mí fue un cambio de verdad radical. Gracias a ellos soy una mejor persona, porque era muy agresiva, muy impulsiva, no pensaba las consecuencias de mis actos, y con ellos aprendí que no toda la vida va a ser violencia”.
Un talento por explorar
La madre de una chica que también participó en el programa piloto describió un cambio muy importante en su hija. Cuando la joven ingresó a la “Quinta del Bosque”, recuerda, “tenía muchos temores, era insegura y hasta un poco distraída, pero con el paso del tiempo, ella se volvió más segura de sí, más sociable, un poco más participativa y, sobre todo más humana”.
Para la mujer, uno de los principales aciertos del sistema APAC es hacer que sus “educandos”, en este caso chicas adolescentes, “reflexionen de todo lo que están viviendo y lo que están pasando” en el contexto de sus procesos legales.
Pero no sólo las jóvenes privadas de la libertad experimentan cambios: también las encargadas de poner en marcha esta estrategia de reinserción social lo describen como una experiencia transformadora.
Mariana, una de las voluntarias que participó en el esquema piloto, cuenta que “la experiencia APAC fue algo que realmente cambió mi vida. Yo estuve yendo alrededor de seis meses para dar talleres de tejido y cosas artísticas a un grupo de chicas de entre 15 y 20 años, y realmente sentí un cambio: un antes y un después”.
Una de las cosas que más la marco, dice, fue descubrir el gran potencial que hay en las adolescentes que muchos otros simplemente verían como criminales.
“Fue inesperado ver la cantidad de talento que tienen y cómo no es aprovechado. Eso me rompió el corazón. Si alguien está ahí para decirles que se animen a pintar, bordar o tejer, van a poder hacer cosas muy grandes. Si alguien las guía por un camino artístico o profesional, van a llegar muy lejos”.
Pero convivir con ellas también fue una manera de verse a sí misma en el espejo y cuestionar el entorno en el que son recluidas las personas en conflicto con la ley.
“Te das cuenta de muchas cosas que tienes en tu vida y los privilegios de los que has gozado. Te hace una persona mucho más solidaria, compasiva, empática, sorora. Y te hace cuestionar el actual sistema penitenciario, donde se trabaja a través del castigo y no de la rehabilitación”, señala.
Para sobrevivir, hay que dar miedo
Una de las principales orquestadoras del método APAC en México fue Laura Cano, presidente de la Confraternidad Carcelaria de México (CCM), una organización civil sin fines de lucro surgida en enero de 2004, “basada en los principios del humanismo cristiano y en la valoración de la dignidad humana que procuran un cambio profundo en el interno y en el liberado”, como define su página web.
Para ella, la clave del éxito del modelo es combinar el amor, la disciplina y la confianza. “Somos como un amigo sincero que acompaña a las personas, aplaude sus avances y abraza en momentos difíciles, pero también cuestiona los actos que no necesariamente sean correctos”.
Otro elemento fundamental, describe, es ver a las personas privadas de la libertad justo como eso, como personas, “cuando la mayoría de la sociedad los ve como problemas o monstruos. Ellas viven en un ambiente muy difícil y en su defensa tienen que ser más malos y dar miedo. No podemos tratar a patadas a quien nos pateó, porque saldrá a agredirnos de nuevo. Estamos enardeciendo su ira”.
Para Laura, el crimen “es lo más humano que existe, porque todos somos susceptibles de cometer actos que dañan al otro”. A partir de esa idea, afirma, puede nacer una mayor empatía con quienes muchos consideran como un ente peligroso que es mejor dejar en la oscuridad.
“Las vidas de los presos nunca fueron fáciles, ellos fueron las primeras víctimas. Sus vidas han sido complejas, violentadas y tristes, y eso es lo que les dejamos como sociedad. No los pongo en un nicho para decir ‘pobrecitos’, pero sí tenemos gran parte de responsabilidad. Y ahora el reto es sacarlos de ahí”.
María Eugenia Ibargüengoitia, directora ejecutiva de la CCM, coincide en este enfoque de inclusión y prevención social. “La finalidad es que estas niñas salgan adelante, porque si no, ¿a qué van a salir?, ¿a robar otra vez, a pedir limosna? Van a salir enojadas, por eso hay que cambiar su mentalidad y ayudar a que haya menos delincuentes”.