Doctor en historia por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en París, Manuel Ramos Medina es director del Centro de Estudios de Historia México Carso (CEHM). Gracias a la preocupación de Carlos Slim, la Asociación Mexicana de Archivos y Bibliotecas Privadas en México no ha sido absorbida por Texas, que se llevó muchos acervos de grandes mexicanos. (Allá están todos los autores del boom.)
Manuel Ramos atraviesa todos los días el jardín de Chimalistac frente a la capilla de San Sebastián Mártir, un santo asaeteado.
–Manuel, ¿ya sabías de joven que ibas a ser historiador?
–No. De adolescente me gustaban las humanidades y la medicina. Después de la prepa, estuve tres años en la Compañía de Jesús; fui a Europa un año y me di cuenta de que ya no podía iniciar la carrera de medicina porque tenía 22 años, y me decidí por las humanidades en la Ibero. Me incliné por la historia en parte por la religión. Estudié las órdenes religiosas, la del Carmen, en sus ramas masculina y femenina. Aprendí a investigar en la Compañía de Jesús; tenía 18 años. La disciplina jesuita me hizo entrar en un terreno que no conocía. Leía libros más bien religiosos relacionados con la espiritualidad, la historia de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, la fundación de la Compañía de Jesús aquí en la Nueva España… me fascinaban. Cuando entré a la carrera, descubrí la historia de la Nueva España, y la de España, que me inquietó mucho; a partir de la licenciatura me dediqué a una crónica del siglo XVII de un fraile carmelita, fray Agustín de la Madre de Dios; la crónica original está en Estados Unidos. La estudié microfilmada y lo anoté todo a mano, porque no había computadoras. Fue un trabajo fascinante.
–¡Vives entre libros y has escrito muchos!
–Mis libros son mi tesis de licenciatura, maestría y doctorado. Investigo, no hago literatura. Estoy en un taller de novela con Ana García Bergua, los lunes, vía electrónica. Como historiador, me acostumbré a escribir con los documentos, pero trato de soltar mi pluma. Ahora escribo mi primera novela sobre una monja carmelita muy destacada, María Concepción.
–¿Quiénes van ahora a la iglesia?
–La iglesia ha bajado muchísimo, porque no se pone a la altura de la época que estamos viviendo.
–Los Legionarios de Cristo tienen mala fama, a raíz del escándalo de Marcial Maciel; todos se alejaron.
–¿Cómo van a venerar a la orden, si al fundador se le sabe todo? Un colega me dijo: “Sí, pero la obra de educación de los Legionarios de Cristo ha sido muy buena”. Han formado a mucha gente, la Universidad Anáhuac, gente destacada, muy inteligente… Maciel debió ser muy inteligente.
–Y superperverso. Si ya no hay vocaciones es porque nadie quiere parecérsele…
–Quise ser religioso. Una de las cosas que más me inquietaba era viajar y dije: “Seguramente aquí me va a tocar, pero cuando ya sea muy grande”. Desde los 12 años, mi obsesión fue viajar a París y empecé a estudiar francés en la Alianza Francesa. Me escapé a París a los 20 años y quién iba a decir que después haría el doctorado en la Ciudad Luz. Se me cumplió, lo que quieres se cumple; la ley del deseo es cierta, para bien y para mal.
“El avión directo era muy caro; tenía mis ahorritos y mi mamá me ayudó. La primera vez que fui, me quedé varado en Nassau Beach; salió tarde el avión de México y pasé dos noches en Nassau; me encantó, porque a esa edad no tienes compromisos con nada. De ahí llegué a Luxemburgo, luego tomamos un tren para París a las cuatro de la madrugada. Me acuerdo perfecto que veía las famosas péniches que navegaban sobre el Sena, y pensé: ‘Eso lo estudié’. Entré a París por la Gare du Noid. Tenía una recomendación con una madame Demónico, quien me recibió unos días en la colonia más elegante, el Seizième Arrondissement. Llevaba 10 días ahí con ella y me daba pena no hacer nada; conseguí trabajo en una granja en el centro de Francia, cerca de Limoges. Me recogía el granjero, cuya granja lechera me fascinó. Nunca había estado cerca de una vaca. A las 5:30 o seis de la mañana había que limpiar sus ubres, consentirlas para que no me patearan; aprendí a hablar con ellas y aprendí el lenguaje de la granja, porque entré a la Francia profunda; siempre me trataron muy bien.”
–Es difícil imaginarte ahora ordeñando una vaca
–Regresé a Francia más tarde para hacer el doctorado en Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales. En 2004, el gobierno de Francia me nombró Caballero de las Artes y las Letras, y me hizo feliz. Casi cada año viajaba a Francia, pero ahora voy a Colombia y Perú para mis estudios de historia. Perú tuvo virreinatos y la gente es muy accesible; los estudios son de muy alto nivel en Lima.
“Colombia se parece más a México en muchas cosas, sobre todo en la forma de ser. Perú casi no se mezcló, el indígena está muy presente, el chino y el blanco, aunque separados, y Colombia está muy mestizada, lo mismo que México. Cuando daba clases en el ITAM, decía a mis alumnos que todos tenemos raíces india, negra y blanca y hasta asiática.”
–¿Sientes que las colonias siguen vigentes? Cuando llegué a México, estaban en su apogeo y sus miembros se casaban entre sí: la colonia estadunidense, la española. Recuerdo la exclusividad del Club France
–Sí, particularmente en la Ciudad de México era una elite que se casaba entre sí. Viví muchos años en Guadalajara, aunque nací aquí. Al venir a la capital del país, mi papá me inscribió en el Instituto Patria, yo venía del de Ciencias de Guadalajara, estaba en cuarto de primaria, el camión de la escuela pasaba por mí y me regresaba a comer.
“Conocíamos a las familias de los amiguitos; en la casa de Alejandro Pliego estaban sus papás, su hermana, él y yo; su mamá me dijo: ‘Así que tú eres Ramos. ¿De qué Ramos eres?’ ‘¿De qué Ramos seré? No sabía yo si era de una familia Ramos conocida en la Ciudad de México. Mi papá era de Tepeapulco, Hidalgo, mi mamá, de Nayarit; era una sociedad muy cerrada en los años 60; las familias de las clases altas se conocían y les rendían a quienes tenían títulos nobiliarios. Los Trouyet, la familia más rica de México, eran ‘los nuevos ricos’. El mundo de la cultura también era muy cerrado. Graciela Romandía, quien heredó el archivo de Jorge Enciso, el primer muralista de México, venía aquí.
“La Ciudad de México es en sí un país. Viví en un departamento en República de Cuba y Chile. Un domingo fui a la Lagunilla con un amigo; de regreso traía un candil en la mano y que nos asaltan, sólo fue el susto, pero eso no me restó el gusto de vivir en el Centro. Un año después de ese asalto, iba solo a la Lagunilla y pensaba: ‘Me van a asaltar’, dicho y hecho, llegaron unos muchachos y les dije: ‘¿Otra vez me van a asaltar?’ ‘¿Tú eres del barrio?’ ‘Sí, vivo a dos cuadras’. ‘¡Regrésenle todo!’, y sí me lo regresaron. Con Carlos Monsiváis, en las noches de parranda, peinábamos el Centro. También él era muy espiritual, cuando necesitaba un consejo fuerte, yo acudía a él; casi nadie conoció esa fase de Monsiváis.”