“El fascismo era una herramienta para prevenir una revolución socialista en Occidente. Una contrarrevolución preventiva que confiscó también el poder de la burguesía, pero conservó la propiedad privada. Movilizó la clase trabajadora y la pequeña burguesía en contra del Estado liberal para prevenir la alianza entre la Iluminación burguesa y el comunismo. El precio por ello era una guerra mundial y el sufrimiento humano sin precedente, pero Europa no llegó a ser socialista”. Así, acerca del “objetivo histórico-mundial” del fascismo, escribía hace unos años Gáspár Miklós Tamás (1948-2023), el filósofo marxista húngaro y uno de los más lúcidos intelectuales públicos de Europa Central (bit.ly/3XF48qm), que falleció el domingo pasado. Con la caída del Muro de Berlín y el triunfo del capitalismo el proyecto burgués se completó removiendo al socialismo como una opción para su trascendencia.
En ausencia del enemigo, el fascismo clásico se degradó a un ersatz del “posfascismo” −el concepto que teorizó y popularizó Tamás (bit.ly/3J4oANw)−, una imitación con la que la extrema derecha busca su nicho en el mundo del capitalismo global, cuestionando y degradando la democracia electoral, pero sin abolirla (algo que acaba generando toda una serie de contradicciones). El fin del socialismo, después de todo −como bien anota Anton Jäger en uno de los obituarios de Tamás−, causó también la profunda confusión entre sus enemigos (bit.ly/3Wh4bYk).
Una de las mejores encarnaciones del “posfascismo”, que ya no necesita soldados de asalto ni dictadores y es totalmente compatible con el neoliberalismo (bit.ly/3wixa3G), es el régimen de Viktor Orbán, en Hungría, que a través de procesos parlamentarios y democráticos −truncados, pero existentes− realiza los objetivos de la máquina totalitaria de la derecha del periodo de entreguerras, como el borramiento del legado de la Iluminación (siendo el socialismo uno de sus principales productos) o el retorno a un concepto de la ciudadanía como “un favor del soberano”, no un derecho humano universal (de allí toda la guerra a los migrantes y los refugiados). No deja de ser una paradoja que una vez Orbán y Tamás estaban del mismo lado de la barricada, asaltando al podrido edificio del “socialismo real”. Luego sus caminos se bifurcaron. Tamás, tras flirtear con el liberalismo −y haber pasado por la política− regresó a sus posiciones marxistas volviéndose uno de los más feroces críticos del orbanismo. Curioso que, hasta ahora, el propio Orbán, empeñado en rescribir la historia húngara de diferentes modos −las practicas del estalinismo serían aquí una buena analogía−, no ha retocado el papel ni la presencia de Tamás en ella, lamentado hace unos días “la partida de un freedom-fighter” (sic) (bit.ly/3HiZd9b).
György Lukács (1885-1971), otro eminente filósofo marxista húngaro −y uno que también incursionó en la política: en la República Soviética húngara de 1919 y en la revolución de 1956−, no ha tenido la misma suerte volviéndose en los últimos años uno de los principales enemigos del orbanismo, destinado a ser borrado de la historia y de la vida pública. El cierre del Archivo Lukács, una dependencia de investigación de la Academia de Ciencias Húngara o la remoción de su pequeño monumento de uno de los parques budapestinos fueron buenos ejemplos de este afán denunciado en su momento −y debidamente contextualizado− por el propio Tamás, que los condenaba como “actos de un gobierno estúpido, brutal e ignorante” (bit.ly/3ZS9vnZ). “Ignorante”, porque sólo desde la ignorancia se pudo haber hecho de Lukács −un disidente perseguido por la ortodoxia y una figura central de 1956 que hoy tiene estatus de una “reliquia civil”− un “pilar del comunismo” y una figura análoga a Stalin (bit.ly/3Hk9CSk). Tal vez, más bien, no le perdonan que en sus últimos años Lukács alertaba de la “resistencia” del fascismo que sobrevivió su destrucción en los escombros de Berlín y mutaba “porque algunos hombres de Estado, que acostumbran a llamarse democráticos, consideran a los fascistas como una reserva, los cuidan y los apoyan” (véase: Testamento político).
Tamás nunca ha sido parte de la Escuela de Budapest, el círculo intelectual en torno a Lukács. Venía del marxismo más libertario y además se mudó a Hungría −proveniente de una minoría húngara transilvana de Rumania− sólo después de su muerte, pero igualmente era amigo de varios de sus discípulos (bit.ly/3kvOP5e). Así, Lukács siempre fue un punto de referencia aunque sea también por contraste. Como bien apunta Jäger, Tamás no fue un gran constructor de sistemas como Lukács y los suyos: su forma era el ensayo y su estilo, breve (y a la vez profundamente históricamente informado). Pero la comparación literaria del estilo “tamasiano“ con el de Joseph Roth, el epígono del imperio austrohúngaro, aunque suene evocativa e incluya algunos otros supuestos paralelos entre los dos, no deja de convencer. Siendo Thomas Mann la más cercana analogía literaria para Lukács −inmortalizado, de hecho, como Naphta en Montaña mágica−, y a quien Lukács alababa poniéndolo como ejemplo de “un burgués positivo” y un escritor que “de la mejor manera posible retrataba a la modernidad”, su reverso no es Roth, sino, como sugería el propio Lukács, Kafka (véase: ¿Franz Kafka o Thomas Mann?). Kafka representaba al modernismo estigmatizado por Lukács por “promover el modelo de un burgués sin conciencia” y por tener incluso su papel en el auge del fascismo (sic). Todo esto no para decir que Tamás era Kafka, sino que todas analogías son superfluas y raramente realmente útiles. Tanto en la muerte, como en los borramientos.