Radicado en México desde 1963, el artista surrealista de origen canadiense Alan Glass, fallecido el lunes pasado, tenía 91 años y estaba ilusionado con una nueva y próxima exhibición que preparaba el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, dijo a La Jornada Carlos de Laborde, su amigo más cercano en los últimos años.
Una “gran exposición retrospectiva” de su obra fue confirmada anteayer por las autoridades culturales para el Museo Nacional de Arte, en 2024. Creador de cajas-objeto, Glass trabajaba en dos o tres al mismo tiempo y casi no dejó obras sin terminar, añadió De Laborde, quien señaló que el artista “nos dejó un ejemplo de vida. Me dijo hace un par de días que había pasado por muchos sacrificios; sin embargo, hoy vivía como siempre había querido”.
Además, continuó De Laborde, “Glass hizo obras para él y para todos. Eso es lo que lo hace su legado totalmente vigente, exclusivo y único. De allí la necesidad de dar a conocer su obra”.
Glass nunca firmó un manifiesto surrealista ni participó oficialmente del movimiento impulsado por André Breton, pero siempre aseguró haber nacido con ese modo de percibir la vida.
De niño vivió muchos incidentes surrealistas, como el día que oscureció el cielo con libélulas. “La señorita que nos cuidaba abrió la puerta de la casa y dijo: ‘Entren rápido porque les van a sacar los ojos’. Era un poquito como el cuadro Dos niños espantados por un ruiseñor, de Max Ernst”, contó en entrevista con este diario en 2008.
Reconocido por sus cajas-objeto elaboradas a partir de elementos cotidianos como botones, guantes, mechones de cabello, muñecos, conchas de mar o pedazos de tela, muchos de ellos encontrados al azar, Glass también decía tener “alma de pepenador”. Desde niño siempre coleccionó cosas. Era incapaz de salir de su casa sin regresar con algo que le parecía poético o que lo movía a establecer una asociación con otro objeto o que de plano le había “guiñado el ojo”. En algún momento llenó los tres pisos de su casa en la colonia Roma con cajas y cajas de objetos que, “a lo mejor, nunca voy a utilizar”.
En París, ciudad a la que llegó becado por el gobierno francés, se le ocurrió incluir los objetos recolectados en sus obras. Realizó dibujos en el famoso club de jazz Saint Germain des Prés, donde trabajó vendiendo entradas.
Con bolígrafos de colores (objeto de recién invención en esa época), Glass hacía dibujos que un día mostró a André Breton, gracias a la sugerencia de unos muchachos de una galería que conoció por casualidad.
Breton tenía fama de difícil, pero era “el hombre más accesible del mundo. Me recibió calurosamente y en seguida propuso una exposición y le encargó a Benjamín Péret llevarme a la galería Terrain Vague”. Era la época del expresionismo abstracto en Francia, el surrealismo se consideraba más bien “passé”, aunque “no era cierto”, aseguró en entrevista.
Fue en la casa de Aube, hija de Breton, donde Glass vio una calavera de azúcar, objeto que lo atrajo hacia México en 1961: “Vine aquí por un año, luego regresé a Europa, pero ya no soportaba estar allá, porque lo encontraba chiquito, apretado. Vendí todo y regresé a México”. Su amigo de París, Alejandro Jodorovksy, le había ofrecido su casa aquí: “Vivía en la calle de Berna, justo a un lado de la galería de Antonio Souza. En seguida Alejandro me presentó con Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Arnaldo Cohen, todos los de la Ruptura”.
Glass narró que a la pintora Leonora Carrington la conoció el día que llegó: “Alejandro me llevó a su casa. Es curioso porque Leonora siempre se acordaba. Le decía: ‘¿Te acuerdas?, Leonora, fuimos a Xochimilco”. Para Glass, su entendimiento con Carrington era a modo de “imán” y la “manera de percibir las cosas propia de ella”.
Glass consideraba a México un país de arte y si abrazó el surrealismo fue porque en este país “está en la vida cotidiana; siempre hay cosas que nos sorprenden. Por eso creo que uno quiere tanto a México. Si me hubiera quedado en Europa, quién sabe qué hubiera pasado. México me ha permitido desarrollarme. Se puede vivir aquí todavía a la sombrita. En otras partes del mundo eso es casi imposible. Estoy a favor de vivir a la sombrita, no en medio de todo lo que sucede, asistir a todas las inauguraciones. Más bien apartado para poder ver las cosas con cierta distancia”.