La figura y testimonio de Miguel Concha tuvieron un impacto positivo en mi vocación y trayectoria profesional. Su vida marcó a muchos jóvenes que iniciábamos nuestras carreras profesionales al tiempo que sentíamos el llamado a servir a través de la vida religiosa.
Movido e inspirado por los planteamientos de la teología de la liberación, Miguel profesó –“más en las obras que en las palabras”– un profundo compromiso por las personas empobrecidas y por aquellas a las que no se les reconocen sus derechos. De esta manera, su quehacer nos ayudó a comprender que nuestra vocación puede ser vivida en conexión y diálogo con el mundo.
Después de haber egresado de la carrera en derecho y de haberme ordenado como sacerdote jesuita, desde el Centro Prodh, tuve el privilegio de ser colega y compañero de causas del padre Concha. De manera conjunta, aprendimos una nueva manera de entender y vivir nuestra vocación desde la defensa de los derechos humanos.
La “vocación” significa literalmente “llamados a”. Así, todo ser humano tiene una vocación. El defensor siente el llamado a ponerse al servicio de las demás personas.
Se trata de comprometerse con la reivindicación de la dignidad humana. Significa actuar contra toda forma de dominio arbitrario. Se elige entregarse al trabajo para la liberación de todos.
La vocación del defensor está llamada a cumplir una misión. Ello exige asumir convicciones éticas coherentes y abrazar –con humildad– nuestras contradicciones. Demanda vivir con apertura a la conflictividad e incluso aceptar la persecución. Enfrentar la cotidianidad con agradecimiento, sin renunciar a la indignación que generan las injusticias. Implica reivindicar lo humano ahí donde es negado.
Ser defensor es un modo de responder a la necesidad de salir de uno mismo para abrirse radicalmente a la alteridad; a dejarse interpelar por las demás personas y sus experiencias vitales, especialmente por quienes son víctimas. Al hacerlo, encontramos rostros concretos que nos convocan a trasformar la historia.
Desde su origen, el Centro Fray Francisco de Vitoria, bajo el liderazgo moral y también activo de Miguel, ha vivido dicha misión. Centrado en el compromiso y acompañamiento de procesos educativos en derechos humanos, la incansable y generosa labor de Miguel ha sido fundamental en la historia de nuestro país.
Pude ser testigo de su inagotable vocación de defensor cuando tuve el privilegio de trabajar de su mano. Lo hice en casos como la liberación de los presos de Atenco; en la construcción de diálogos entre gobierno y sociedad civil; en el fortalecimiento de redes comunitarias para la defensa de los derechos; en la “talacha” para elaborar informes que visibilizaran el trabajo y las demandas de las víctimas.
Con frecuencia, escuchamos injustas descalificaciones contra la sociedad civil. En este escenario, la ausencia de Miguel nos demanda construir miradas críticas y honestas sobre nuestra realidad. Nos pide abrazar y asumir –desde el servicio– que falta mucho por hacer para que realmente la vida sea digna para todos, sobre todo para quienes están en los márgenes.
Su testimonio de vida nos recuerda que en ese vasto conglomerado que es la sociedad civil existe un sector que no ha dejado de ponerse del lado del pueblo pobre y de las víctimas: el de los defensores de derechos humanos. Su contribución a la democratización del país es incuestionable y debe ser reconocida.
A la memoria de don Miguel Concha Malo, O.P.
*Rector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México